Un Regalo del Cielo, publicada en 2010, de Cecilia Ahern, autora de Posdata: Te Quiero, es una fábula contemporánea sobre el amor, la esperanza, los remordimientos y las segundas oportunidades, con la que la autora nos vuelve a emocionar.
Lou Suffern es un ejecutivo de éxito que no empatiza para nada con el espíritu navideño que parece haber invadido a todos los que tiene a su alrededor. Es el clásico adicto al trabajo que nunca tiene un minuto libre y le dedica poquísimo tiempo a su mujer y a sus adorados hijos.
Una mañana, en un asombroso ataque de generosidad, compra un café para Gabe, un vagabundo que se sienta cada mañana en la puerta de su oficina. Sorprendido por su propio acto decide ir más allá y le ofrece un trabajo a Gabe en el departamento de paquetería de su empresa. Pero cuando Gabe se empieza a entrometer demasiado en la vida de Lou, piensa que todo ha sido un error…Gabe parece saber más sobre Lou de lo que él mismo sabe, y lo que le resulta más inquietante es que Gabe parece estar siempre en dos sitios a la vez… Gabe, por su lado, tiene una misión: intentar que Lou aprenda a valorar las cosas que realmente importan en la vida… ¿Lo conseguirá antes de que sea demasiado tarde?.
Fragmento de la novela:
Lou exhaló un suspiro, se dejó caer en su enorme silla y se llevó los dedos al caballete de la nariz con la esperanza de poner freno a la migraña que se olía. Tal vez estuviera cayendo enfermo. Ya había malgastado quince minutos de su mañana hablando con un sin techo, algo nada propio de él, pero se había sentido obligado a pararse. Algo en ese hombre joven lo había impelido a detenerse y ofrecerle su café.
Incapaz de concentrarse en la agenda, Lou se volvió de nuevo para contemplar la ciudad que se extendía más abajo: adornos navideños gigantes decoraban los muelles y los puentes, inmensos muérdagos y campanas que se desplazaban de un lado a otro gracias a la magia festiva del neón. El río Liffey estaba al límite de su capacidad y se derramaba bajo su ventana para desembocar en la bahía de Dublín. Las aceras rebosaban de gente que se dirigía a su trabajo, en sincronía con las corrientes, siguiendo la misma dirección que la marea. Golpeaban el pavimento mientras pasaban veloces ante las descarnadas figuras de cobre vestidas con harapos que habían sido creadas en homenaje a quienes se vieron obligados a recorrer esos mismos muelles durante la hambruna para emigrar. En lugar de pequeños hatos con sus pertenencias, los irlandeses de ese barrio ahora llevaban café de Starbucks en una mano y un maletín en la otra. Las mujeres iban a la oficina combinando la falda con zapatillas de deporte, los zapatos de tacón alto en el bolso. Les aguardaba un destino completamente distinto y un sinfín de posibilidades.
Lo único estático era Gabe, resguardado en un portal, cerca de la entrada, aovillado en el suelo mientras observaba los zapatos que desfilaban por delante de él, sus oportunidades bastante distintas de las de aquellos que pasaban. Aunque no era mucho mayor que un punto en la acera trece pisos más abajo, Lou veía que Gabe subía y bajaba el brazo mientras bebía su café a sorbos, alargando cada trago, aunque a esas alturas sin duda ya se habría enfriado. Gabe lo intrigaba, entre otras cosas por su talento para recordar cada par de zapatos del edificio como si fuesen una tabla de multiplicar, pero, lo que era más alarmante, porque la persona que había tras esos ojos azules cristalinos le resultaba tremendamente familiar. A decir verdad Gabe le recordaba a él mismo. Ambos hombres tenían una edad similar y, debidamente arreglado, Gabe podría haber pasado sin problemas por Lou; parecía un hombre afable, cordial, capaz. Y el de la acera podría ser perfectamente Lou, viendo pasar el mundo, y sin embargo cuán distintas eran sus vidas.
En ese mismo instante, como si se sintiera observado por Lou, Gabe alzó la vista. Trece pisos más arriba, y a Lou le dio la sensación de que Gabe lo miraba directamente al alma, los ojos atravesándolo.
Esto confundió a Lou. Su participación en el desarrollo del edificio lo hacía sabedor de que, más allá de cualquier duda razonable, el cristal era reflectante por fuera. Se le antojaba imposible que Gabe lo hubiese visto al mirar, el mentón alzado, con una mano en la frente para protegerse de la luz, casi un saludo militar. Solo podía haber visto un reflejo, razonó Lou, quizás un pájaro se hubiera lanzado en picado y le hubiese llamado la atención. Eso es, solo podía tratarse de un reflejo. Sin embargo, la mirada de Gabe era tan penetrante —había salvado nada menos que trece pisos para llegar hasta la ventana del despacho de Lou y luego hasta los ojos de Lou— que hizo tambalear la inquebrantable confianza de Lou, que levantó la mano, esbozó una tensa sonrisa y saludó brevemente. Antes de esperar a que Gabe reaccionara, se apartó de la ventana haciendo rodar la silla y se volvió, el pulso acelerándosele como si lo hubiesen pillado haciendo algo indebido.
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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