Legado en los Huesos de Dolores Redondo, autora del último Premio Planeta 2016 Todo Esto te Daré, es la segunda parte de la Trilogía de Baztán, salió publicada en noviembre del 2013. El primer volumen, El guardián invisible, fue publicado el 15 de enero de 2013.
Legado en los Huesos es una novela policiaca negra con dos líneas argumentales, por un lado la profanación de una iglesia y por otro una serie de suicidios con firma de «Tarttalo», un ser mitológico de la cultura vasca, un gigante de un solo ojo, perverso, de instintos salvajes y muy agresivo que se alimenta de ovejas, niños …
Un año después de resolver los crímenes que aterrorizaron al pueblo de Baztán, la inspectora Amaia Salazar acude embarazada al juicio contra Jasón Medina, el padrastro de Johana Márquez, acusado de violar, mutilar y asesinar a la joven imitando el modus operandi del basajaun. Pero, tras el suicidio del acusado, el juicio debe cancelarse, y Amaia es reclamada por la policía porque se ha hallado una nota suicida dirigida a la inspectora, una nota que contiene un escueto e inquietante mensaje: «Tarttalo». Esa sola palabra destapará una trama terrorífica tras la búsqueda de la verdad.
Fragmento de la novela
1
El ambiente en el juzgado era irrespirable. La humedad de la lluvia, prendida en los abrigos, comenzaba a evaporarse, mezclada con el aliento de cientos de personas que abarrotaban los pasillos frente a las distintas salas. Amaia se desabrochó el chaquetón mientras saludaba al teniente Padua, que, tras hablar brevemente con la mujer que lo acompañaba e instándola a entrar en la sala, se acercó sorteando a la gente que esperaba.
—Inspectora, me alegro de verla. ¿Cómo se encuentra? No estaba seguro de que pudiera estar aquí hoy —dijo, con un gesto hacia el abultado vientre.
Ella se llevó una mano a la tripa, que evidenciaba el último tramo del embarazo.
—Bueno, parece que de momento aguantará. ¿Ha visto a la madre de Johana?
—Sí, está bastante nerviosa. Espera dentro acompañada por su familia, acaban de llamarme de abajo para decir que ha llegado el furgón que trae a Jasón Medina —dijo dirigiéndose al ascensor.
Amaia entró en la sala y se sentó en uno de los bancos del final; aun así veía a la madre de Johana Márquez, enlutada y mucho más delgada que en el funeral de la niña. Como si percibiese su presencia, la mujer se volvió a mirar y la saludó con un breve gesto de asentimiento. Amaia intentó sonreír, sin conseguirlo, mientras apreciaba la apariencia lavada del rostro de aquella madre atormentada por la certeza de no haber podido proteger a su hija del monstruo que ella misma había llevado a casa. El secretario procedió a leer en voz alta los nombres de los citados. No se le escapó el gesto de crispación que se dibujó en la cara de la mujer al escuchar el nombre de su marido.
—Jasón Medina —repitió el secretario—. Jasón Medina.
Un policía de uniforme entró corriendo en la sala, se acercó al secretario y le susurró algo al oído. A su vez se inclinó para hablar con el juez, que escuchó sus palabras, asintió, llamó al fiscal y a la defensa, les habló brevemente y se puso en pie.
—Se suspende la sesión, serán citados nuevamente si así procede. —Y sin decir más, salió de la sala.
La madre de Johana comenzó a gritar mientras se volvía hacia ella demandando respuestas.
—No —chilló—, ¿por qué?
Las mujeres que la acompañaban intentaron en vano abrazarla para contener su desesperación.
Uno de los policías se acercó a Amaia.
—Inspectora Salazar, el teniente Padua le pide que baje a los calabozos.
Al salir del ascensor vio que un grupo de policías se arremolinaba frente a la puerta de los baños. El guardia que la acompañaba le indicó que entrase. Un policía y un funcionario de prisiones se apoyaban contra la pared con los rostros demudados. Padua miraba hacia el interior del cubículo, apostado en el borde del charco de sangre que se derramaba por debajo de la estructura que separaba los retretes y que aún no había comenzado a coagularse. Al ver entrar a la inspectora se hizo a un lado.
—Le dijo al guardia que tenía que entrar al baño. Ya ve que está esposado, aun así logró rebanarse el cuello. Todo fue muy rápido, el policía no se movió de aquí, le oyó toser y entró, no pudo hacer nada.
Amaia dio un paso adelante para ver el cuadro. Jasón Medina aparecía sentado en el retrete con la cabeza echada hacia atrás. Un corte oscuro y profundo surcaba su cuello. La sangre había empapado la pechera de la camisa como un babero rojo que hubiera resbalado entre sus piernas, tiñendo todo a su paso. El cuerpo aún emanaba calor, y el olor de la muerte reciente viciaba el aire.
—¿Con qué lo ha hecho? —preguntó Amaia al no ver ningún objeto.
—Un cúter. Se le cayó de las manos al perder fuerza y fue a parar al váter de al lado —dijo empujando la puerta del siguiente retrete.
—¿Cómo pudo meter eso aquí? Es de metal, el arco tuvo que detectarlo.
—No lo introdujo él, inspectora. Mire —dijo señalando—, si se fija verá que el mango del cúter lleva pegado un trozo de cinta americana. Alguien se tomó muchas molestias para dejar el cúter aquí, seguramente tras la cisterna, él no tuvo más que despegarlo de su escondite.
Amaia suspiró.
—Y eso no es todo —dijo Padua, disgustado—. Esto asomaba del bolsillo de la chaqueta de Medina —dijo levantando con una mano enguantada un sobre blanco.
—Una carta de suicida —sugirió Amaia.
—No exactamente —dijo Padua tendiéndole un par de guantes y el papel—. Y va dirigida a usted.
—¿A mí? —se extrañó Amaia.
Se puso los guantes y tomó el sobre.
—¿Puedo?
—Adelante.
La solapa estaba adherida con un suave pegamento que cedió sin rasgarse. Dentro, una cartulina blanca con una sola palabra escrita en el centro del papel.
«Tarttalo.»
Amaia sintió una fuerte punzada en el vientre, contuvo el aliento disimulando el dolor, volvió el papel para comprobar que no hubiese nada escrito por el envés, y se lo tendió a Padua.
—¿Qué significa?
—Esperaba que usted me lo dijera.
—Pues no lo sé, teniente Padua, no significa gran cosa para mí — respondió Amaia un poco confusa.
—Un tarttalo es un ser mitológico, ¿no?
—Pues… sí, hasta donde yo sé es un cíclope de la mitología grecorromana, y también de la vasca. ¿Adónde quiere llegar?
—Usted trabajó en el caso del basajaun, que también era un ser mitológico, y ahora el asesino confeso de Johana Márquez, que casualmente intentó imitar un crimen del basajaun para esconder el suyo, se suicida y le deja una nota a usted, una nota en la que pone «Tarttalo». No irá a decirme que no es por lo menos curioso.
—Sí, lo admito —suspiró Amaia—. Es raro, pero en su momento ya establecimos sin lugar a duda que Jasón Medina violó y asesinó a su hijastra y después intentó de forma bastante chapucera imitar un crimen del basajaun. Además, él lo confesó con todo lujo de detalles. ¿Insinúa que quizá no fuera el autor?
—No me cabe ninguna duda de que él lo hizo —afirmó Padua mirando el cadáver con gesto de fastidio—. Pero está el tema de la amputación y de los huesos de la chica que aparecieron en Arri Zahar, y ahora esto, esperaba que usted pudiera…
—No sé qué significa esto, ni por qué lo dirige a mí.
Padua suspiró sin dejar de observar su gesto.
—Claro, inspectora.
Amaia se dirigió a la salida trasera decidida a no encontrarse con la madre de Johana. No habría sabido qué decirle, quizá que todo había acabado, o que al final aquel desgraciado se había escabullido hacia el otro mundo como la rata que era. Mostró a los guardias su placa y por fin se vio libre de la atmósfera del interior. Había dejado de llover y, a través de las nubes, la luz incierta y brillante de entre chubascos tan típica de Pamplona le arrancó unas lágrimas mientras revolvía su bolso buscando las gafas de sol. Le había costado encontrar un taxi que la llevara al juzgado en hora punta. Cuando llovía siempre pasaba lo mismo, pero ahora unos cuantos coches hacían cola en la parada mientras los pamploneses optaban por caminar. Se detuvo un momento ante el primero. Aún no quería ir a casa, la perspectiva de tener a Clarice dando vueltas y bombardeándola a preguntas no le resultaba nada atractiva. Desde que sus suegros habían llegado hacía dos semanas, el concepto de hogar había sufrido serias alteraciones. Miró hacia las invitadoras cristaleras de las cafeterías situadas frente al juzgado y al extremo de la calle San Roque, donde vislumbró los árboles del parque de la Taconera. Calculó un kilómetro y medio hasta su casa y echó a andar. Si se cansaba, siempre podía coger un taxi.[…]
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