El Secreto de la Modelo Extraviada es la última novela de la saga protagonizada por el detective loco del que no sabemos su nombre y por la que Eduardo Mendoza se hace merecedor del Premio Cervantes 2016.
Esta saga empezó con El misterio de la cripta embrujada y continuó con El laberinto de las aceitunas, La aventura del tocador de señoras, El enredo de la bolsa y la vida y esta última novela El Secreto de la Modelo Extraviada en la que su protagonista, el loco detective, recuerda un caso aparentemente cerrado de los ochenta y no ceja en su empeño de resolverlo más de veinte años después. Una novela para pasar un buen rato, de fácil lectura y muy entretenida, que no defraudará a los amantes de las aventuras de este detective.
En El secreto de la modelo extraviada, el protagonista se gana la vida como repartidor de un restaurante chino cuando, de pronto, recuerda un caso de los años ochenta que involucraba la muerte de una modelo llamada Olga Baxter; un guardia civil transexual; un señor que asegura no ser gay a pesar de que toma rayos uva; y sobre todo una organización clandestina de empresarios catalanes, la APALF, que en los años 70 se dedicó a luchar contra el franquismo.
La relación de aquellos sucesos lejanos ocupa la primera parte de la novela. La segunda, que transcurre en el presente, está dedicada a revisar dicho caso, aunque ya hubiera prescrito. Lo hace porque ya en su día sospechó de la versión oficial, de la manera tan tonta con que explicaron un desenlace en el que quedaban muchos flecos y no pocos extremos dudosos. Y nos cuenta así su doble aventura:
«Para el que ha pasado buena parte de su vida encerrado en un manicomio, aunque sea injustamente, como es mi caso, una reacción absurda no tiene nada de particular, aunque eso suponga meterse en líos. La cuestión es que un incidente trivial me trajo recuerdos y viajé al pasado (con la memoria, ya he dicho que no estoy loco). Años atrás me vi envuelto en un asunto feo. Habían asesinado a una modelo y me culpaban a mí. Por supuesto, sin razón: una modelo no haría caso a un tipo como yo ni asesinándola. Simplemente, había un oscuro enredo, estaba metida gente importante y pensaron que yo podía servir de cabeza de turco o de conejillo de indias, o como sea que se llame el desgraciado que paga los platos rotos. Para salvar el pellejo tuve que recurrir a mi ingenio y a métodos poco convencionales y pedir ayuda a personas de mi círculo, no siempre recomendables. No sé si salí bien parado del intento, pero salí. Ahora todo aquello ya es agua pasada. Sin embargo, un impulso me ha hecho volver sobre mis pasos, recorrer los antiguos escenarios, buscar a las personas que fueron protagonistas de aquel oscuro caso, y resolverlo por fin. Pero las cosas han cambiado. No sólo las personas y la forma de vivir, sino sobre todo la ciudad. En aquella época, Barcelona era una cochambre. Hoy es la ciudad más visitada y admirada. ¡Quién nos lo iba a decir! La Barcelona del presente no tiene nada que ver con la Barcelona del pasado. ¿O sí?».
Así comienza esta novela:
1
UN PERRO CAPCIOSO
En términos generales, estaba bien. De salud, de memoria y pare usted de contar. En estas condiciones y después de tantas aventuras, debería haber llevado una vida de sosiego, y en ello estaba cuando me mordió un perro y lo echó todo a rodar. Yo iba caminando por la Ronda de San Pablo, diligente y sin meterme con nadie, camino del autobús, a llevar una comanda. Desde hacía cierto tiempo trabajaba en un restaurante chino y me habían confiado aquel cometido por mi doble condición de nativo, y por ende conocedor de la intrincada trama urbana, y de ciudadano con papeles, por si me paraba la poli. Algunos de estos papeles habría sido mejor no tenerlos, pero a ciertos efectos era mejor estar fichado que pertenecer al abultado colectivo de los sin papeles, como le sucedía al resto de los trabajadores de la empresa así como a los socios capitalistas, los proveedores y buena parte de la clientela.
Originariamente, el restaurante había sido fundado por una familia modélica en el local que otrora ocupaba un modesto negocio regentado por mí, a saber, una peluquería piojosa en el sentido figurado y no figurado del término. Como parte de la transacción, ingresé en la magra plantilla del nuevo establecimiento, y cuando, unos meses más tarde, la familia en cuestión traspasó el negocio a una importante cadena de restaurantes chinos, también me traspasó a mí en calidad de gerente, cocinero, jefe de almacén, contable, maître y animador en las noches de espectáculo, todo ello naturalmente con carácter nominal, por la ya mencionada cuestión de los papeles, porque, en la práctica, hacía de recadero, fregona, desatascador de desagües obturados, basurero, exterminador de cucarachas y toreador de ratas. No creo que ninguno de estos detalles influyera en la decisión del perro que me mordió, salvo el olor que desprendían los recipientes de cartón que llevaba a portes debidos a un cliente que los había encargado por teléfono. Si bien siento por los perros un miedo y un rechazo congénitos y el que me atacó a traición y me mordió en la pantorrilla era bastante grande, el incidente en cuestión fue cosa nimia, ya que mis empleadores, con fines publicitarios, me obligaban a efectuar los repartos vestido de guerrero de Xi’an, y la armadura, con todo y ser de plástico barato en lugar de terracota, bastó para protegerme de las fauces del perro y dejar a éste desconcertado y sin ganas de repetir la experiencia. Sólo de resultas del susto y el empellón se me cayeron al suelo los envases de cartón y el contenido de uno de ellos se desparramó por la calzada, pero como se trataba del entrante denominado mejillones macerados pow pow, no me costó recogerlos todos, menos uno que se puso a salvo encaramándose a un árbol, y reintegrarlos a la caja sin menoscabo de su apariencia y su sabor. En esta operación me halló una señora de mediana edad, bien vestida y encrespada, la cual, agitando una correa, exclamó:
—¿Se puede saber qué le ha hecho a mi perro?
—Yo, nada —respondí—. A mí los perros me repugnan.
Esta respuesta debió de tranquilizarla respecto de mis intenciones, porque acto seguido añadió dirigiéndose al perro:
—Malo, malo.
Y de nuevo a mí:
—No sé lo que le puede haber irritado de usted. Hasta ahora Paolo sólo mordía a los niños. Nunca a gente mayor, y menos a esperpentos. Paolo, pide perdón a este señor.
Paolo separó las patas traseras y depositó un zurullo en el pavimento.
—Bueno —prosiguió la dueña del perro—, asunto concluido. No se le ocurra denunciarlo. Paolo no está vacunado y la guardia urbana lo podría requisar. Si me promete olvidar esta tontería le indemnizaré por las molestias. Deme su número de cuenta y le haré una transferencia al llegar a casa.
Tiempo atrás abrí una cuenta corriente en la Caixa, pero la propia entidad la embargó preventivamente en el momento mismo de la apertura.
—Preferiría efectivo —dije.
—Sólo llevo nueve euracos.
—Muy buenos son.
Sacó del bolso un monedero, de éste un billete de cinco y unas monedas y me lo dio. Luego se fue acompañada de Paolo. En cuanto me quedé solo anduve dando tumbos hasta un banco desocupado y me senté. Mi mente se había vaciado de los pensamientos que hasta aquel momento la ocupaban por completo (el fútbol) y un torbellino de recuerdos e ideas se arremolinaban en ella dejándome confuso y como en trance. Por ensalmo vime transportado a otro lugar y a otro momento, muchos años atrás, cuando una suma de circunstancias adversas habían dado con mi persona en una institución destinada a albergar más por fuerza que de grado a quienes habían tenido el acierto de agregar a un equilibrio mental inestable una conducta punible y una reiterada incapacidad para convencer a la judicatura de su inocencia…[…]
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