El día 31 de enero salió publicada Como Fuego en el Hielo, la nueva novela de Luz Gabás autora de Palmeras en la Nieve.
La historia de Como Fuego en el Hielo se desarrolla en los convulsos años de mediados del siglo XIX, entre guerras carlistas y revoluciones, en las tierras fronterizas entre España y Francia, en las montañas de los Pirineos. Todo comienza el fatídico día en el que Attua tuvo que ocupar el lugar de su padre y supo que su prometedor futuro se había truncado. Ahora debía regentar las termas que habían sido el sustento de su familia, en una tierra fronteriza a la que él nunca hubiera elegido regresar. Junto al suyo, también se frustró el deseo de Cristela, quien anhelaba una vida a su lado y, además, alejarse de su insoportable rutina en un entorno hostil. Un nuevo revés del destino pondrá a prueba el irrefrenable amor entre ellos; y así, entre malentendidos y obligaciones, decisiones y obsesiones, traiciones y lealtades, Luz Gabás teje una bella historia de amor, honor y superación.
La autora sumerge al lector en un viaje al pasado, en este caso, hasta la época de los inicios del turismo termal. La novela ilustra la llegada de los primeros viajeros extranjeros de espíritu romántico a España y los inicios de los viajes al Pirineo francés y español de las aristocracia rusa, inglesa y francesa.
Así comienza esta novela:
Agosto de 1843
—Todavía estás a tiempo de solucionar este asunto de manera pacífica…
Attua ya no sabía qué más hacer para convencer a Matías de que aquello era una locura. Le había repetido la misma frase docenas de veces en los últimos minutos, intentando ganar tiempo para que se despejase de los efectos del alcohol y se diese cuenta de que había que deshacer el entuerto como fuera. Él mismo se sentía aturdido y nervioso. Hacía apenas un par de horas estaba riéndose en la taberna y ahora, en los tibios momentos antes del amanecer, era el padrino de un improvisado duelo en el que podía perder a su mejor amigo.
—¡No pienso echarme atrás! —repitió Matías con voz un tanto pastosa. Por mucho que intentara sonar firme, no podía disimular su miedo—. ¡Yo no soy ningún cobarde! ¿Qué se ha creído el muy insolente?
—Esto va en serio —dijo Attua exasperado—. No es un juego de niños. No estás reventando vejigas de cordero llenas de agua para enfadar al párroco…
Matías esbozó una breve sonrisa al recordar su trastada más repetida y famosa de la infancia, por la que su padre había agotado su repertorio de castigos. Le pareció escuchar el sonido bronco y seco de la pequeña explosión que transformaba el profundo silencio de la oscura iglesia en gritos de sorpresa y protesta. Luego llegaba la mirada de reproche —pero también divertida— de Attua y el arrepentimiento que lo hacía encogerse en su banco, con una actitud fingidamente serena, la mirada hacia el suelo, la blanda y amorfa vejiga escondida entre las manos, el labio superior temblándole ligeramente al ser consciente de que su audacia había sido más bien imprudencia. Entonces su padre, furioso, lo cogía por la oreja y lo sacaba de la iglesia. El último bando del alcalde dejaba bien claro que estaba prohibido reventar vejigas en el templo. Que fuera su propio hijo quien incumpliera sus órdenes era algo que el hombre no podía soportar.
Enseguida retornó su enfado.
—¡Tú estabas allí, Attua! ¡Cuando se ha enterado de que era del norte me ha llamado bandolero y carlista! ¿Cómo habrías reaccionado si te lo hubiera dicho a ti?
Attua no respondió de inmediato. Matías y él compartían recuerdos, aficiones, confidencias e ilusiones, pero eran diferentes. Aunque ambos eran jóvenes entusiastas, Matías era el indomable a quien el juicioso Attua conseguía serenar cuando consideraba que estaba próximo a traspasar ciertos límites. En esa ocasión, no obstante, ni la serenidad ni el temple parecían surtir efecto. Decidió, como último recurso, llevar su argumentación al extremo:
—¿Vale la pena morir por un arrebato, Matías? ¿No es más importante la vida que el honor, apenas mancillado por unas palabras pronunciadas bajo los efectos de la bebida?
Matías lo miró con expresión horrorizada.
—¿Y tú vas a ser militar? —soltó enfadado—. ¡Una ofensa es una ofensa, sea contra un país o contra una persona! —Entrecerró los ojos—. Te conozco bien. Mientes para convencerme, pero no lo lograrás. ¿Permanecerías impasible si alguien insultara a una mujer que yo me sé? —La turbación en el rostro del otro le indicó que había acertado de lleno.
—¡No es lo mismo! —replicó Attua un tanto molesto pero firme. No iba a caer en la trampa argumental que Matías, el único que conocía su secreto, quería emplear para desviar el tema—. Tú ni eres bandolero ni carlista. Tu desmedida reacción indica que te has sentido aludido…¡por algo que ni siquiera eres!
Matías apretó los dientes.
—Te aseguro, amigo mío, que cuando me topo con hombres como Juan de Moles me entran ganas de echarme al monte y defender los intereses de mi tierra de estos lechuguinos de la capital…
—No digas absurdeces… —Attua sabía que su amigo era un liberal progresista cuyas ideas chocaban muchas veces con las de su propio padre, un hombre moderado en todos los ámbitos de su vida. Por ninguna razón abrazaría Matías la causa de aquellos a quienes consideraba unos reaccionarios trasnochados.
La llamada del juez de campo interrumpió la conversación. Los dos adversarios y los padrinos se acercaron a él. A Attua la situación le parecía ridícula. No entendía de duelos, pero aquello se asemejaba más a una farsa. Le dolía profundamente que Matías se hubiera dejado embaucar con tanta facilidad, y se reprochaba que él mismo no fuera capaz de arrastrarlo lejos de esos desangelados aledaños de la Venta del Espíritu Santo, adonde habían acudido ellos a caballo, los otros en su tílburi. El otro tipo había salido esa noche con intención de batirse a toda costa, por vanidad, por chulería, por costumbre, por lo que fuera, y Matías había sido una presa fácil. Juan de Moles los había aguijoneado con sus palabras ofensivas hasta que su amigo entró al trapo. Prueba de ello era que sobre un tocón de chopo había un estuche de madera. ¿De dónde habría salido sino del propio coche del injuriante?
El improvisado juez, un muchacho de ojillos redondos cuya forzada seriedad no podía ocultar que todavía estaba ligeramente borracho, abrió el estuche y mostró las armas para que los padrinos las revisaran. Había dos pistolas afrontadas en torno a las cuales aparecían dispuestos en diversos compartimentos todos los utensilios necesarios para la carga, manejo y limpieza de las mismas. El padrino de Juan, un joven flaco y de barba crecida, eligió una de las armas y se dispuso a montar el cañón de ánima rayada sobre la empuñadura de forma curvada y plana. Seguidamente encajó la llave de pistón, introdujo una bala de plomo que empujó con la baqueta y vertió pólvora del cebador sobre la cazoleta. Lo hizo todo con tanta rapidez que a Attua no le cupo ninguna duda de que conocía bien esa pistola en concreto, prueba de que esos tipos estaban más que acostumbrados a esos duelos premeditados.
Al ver que Attua no corría a imitar al otro padrino, Juan, estirado todo lo que su columna vertebral le permitía para disimular su baja estatura, dijo en tono irónico:
—¿Es necesario que le montemos el arma?
Attua no respondió a la provocación, aunque la fugaz punzada de rabia que sintió le hizo comprender cómo Matías había terminado envuelto en una acalorada discusión con ese hombre menudo de cara redonda y mirada desafiante.
Se sintió tentado de repetir las acciones del padrino barbudo con deliberada parsimonia, pero no quiso darles el gusto de que dudaran de su habilidad, así que optó por montar el arma con rapidez. Nunca había tenido entre sus manos ese modelo exacto, una Ulrich de Stuttgart de 1828, pero el procedimiento no difería de otras que tan bien conocía por sus estudios.
—Duelo a primera sangre… —dijo entonces el juez con artificial profesionalidad—. Hasta que uno de los contendientes haya recibido una herida que le ponga en condiciones de inferioridad respecto a su rival. Sitúense.
Attua se plantó por última vez frente a Matías y se inclinó sobre él para aminorar la diferencia de altura entre ambos. Matías era un joven de mediana estatura, complexión fuerte, cabello castaño claro y unos ojos verdes idénticos a los de su hermana Davina. Attua se estremeció al pensar que en pocos segundos esa expresiva mirada podría vaciarse de vida. ¿Cómo explicaría entonces esa situación tan absurda a su familia? ¿No sería también él culpable por haberla consentido? […]
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