- ISBN: 978-8467048308
Taj publicada el 6 de septiembre es el premio 2016 de Novela Histórica Alfonso X el Sabio, la última novela de Andrés Pascual. Una estupenda novela que nos cuenta la construcción del Taj Mahal, entretenida, documentada y bien relatada con la que nos sumergimos en la india del siglo XVII.
Justo antes de que la bella emperatriz del Indostán, Mumtaz Mahal, cerrara los ojos para siempre, su esposo le prometió honrar su recuerdo con el monumento más hermoso jamás construido.
Taj es la historia de esa obra magnífica y de sus veinte mil héroes: arquitectos, calígrafos, maestros artesanos y obreros que, encaramados al lomo de los elefantes, arrastraban los enormes bloques de mármol. Una narración épica vista a través de los ojos de Balu, un muchacho del desierto con unas dotes extraordinarias para el dibujo que se enfrentará a todos los convencionalismos para recuperar a su amada Aisha, recluida en el harén del soberano.
Con el esplendor y las traiciones de la corte del Gran Mogol como telón de fondo, esta apasionante novela nos sumerge en un tiempo de leyenda en el que todo un imperio trabajó al unísono para superar el mayor de los desafíos.
«Andrés Pascual retrata magníficamente la India de los harenes y de los grandes emperadores en esta novela de amor y superación». Javier Moro, autor de Pasión india y A Flor de Piel.
Fragmento de la novela.
1
Desierto del Rajastán
Año 1632
A medianoche, la aldea parecía una nube de libélulas. Las velas ardían en la entrada de las casas, en los santuarios, al pie de los árboles junto al río. Una leve brisa acariciaba las llamas. ¡A la Señora Gran-Fortuna le hago reverencias!, gritaban las mujeres. ¡La luz vence la oscuridad, el bien al mal, se iluminan los hogares y nuestros corazones!, vitoreaban mientras terminaban de preparar los altares de incienso y flores.
La luna marcaba el inicio del diwali, la fiesta de año nuevo. El cuidado de los animales, el drenado de los pozos y las reparaciones caseras tenían que esperar. Era el momento de divertirse, dar gracias por la cosecha y compartir ratos con los vecinos para limar asperezas.
La tarde anterior habían llevado a cabo la limpieza de primavera. Quitaron el polvo con mimo de orfebre y prendieron las lámparas de aceite que iluminarían las calles durante cuatro jornadas. Con este rito ancestral conmemoraban el victorioso regreso del príncipe Rama a su ciudad, cuyas murallas estaban pobladas de candiles para servirle de guía; pero sobre todo confiaban en que la diosa Lakshmi se animase a entrar en las engalanadas casas para quedarse el resto del año.
Balu estaba tumbado en el zaguán de la suya terminando un rangoli, una alfombra confeccionada con harina seca, polvos de arroz y arenas de diferentes tonalidades sobre una plantilla de tiza. No era una tarea habitual entre los varones, pero a él le apasionaba. Hizo el primero a los cuatro años a base de fijarse en el de sus vecinas y ahora, ya adolescente, se había convertido en un experto.
En esta ocasión, el motivo escogido era una visión frontal de un elefante montado por él mismo, enmarcado por una enredadera de espinos. Nadie diría que una obra de semejante belleza y realismo había sido ejecutada por el hijo de un campesino, pero en la aldea ya no se sorprendían por su talento. La destreza de Balu con el carboncillo y los pinceles quedó patente desde que cogió el primero con su mano izquierda, pues para terminar de llamar la atención había nacido zurdo.
Todos recordaban cuando, de un día para otro, las paredes de adobe de las casas empezaron a cubrirse con representaciones de las deidades hinduistas o escenas cotidianas tan fielmente dibujadas que parecían espejos.
—¡Tu pequeño está hecho un artista! —le decían al señor Metha, un agricultor grandullón al que todos apreciaban porque siempre tenía una sonrisa y una broma amable para elevar el ánimo de quienes pasaban un mal momento.
Por desgracia, esta habilidad fuera de lo común gangrenó la relación de Balu con sus dos hermanos mayores, Yamir y Devendra. Nunca habían aceptado que fuera el protegido de su padre, quien le eximía de llevar a cabo los trabajos más duros del campo para que sus manos no se encallecieran y perdieran la sensibilidad.
—¿Qué haría el pobre muchacho si se rebanara un dedo? —se justificaba aquél con su esposa mientras mostraba la falta de dos falanges en su propia mano.
—Los dibujos no se pueden comer —replicaba ella—.
Y el hijo de un campesino jamás llegará a dedicarse a las artes.
Lejos de echarse a dormir en su trato de favor, Balu pasaba las noches en vela perfeccionando su técnica innata sobre los pliegos que el señor Metha le compraba a escondidas a un artesano. Pero sus hermanos, en lugar de considerarlo algo meritorio, seguían sintiendo envidia hasta de su nombre, que era diminutivo de Balabhadra y quería decir «afortunado».
—¿Por qué ha de ser más que nosotros? —preguntaban cuando su padre distribuía las faenas, más dolidos por sentirse menos queridos que por la sobrecarga de trabajo.
—Él es diferente —sentenciaba el cabeza de familia para zanjar las discusiones.
El rangoli estaba casi terminado, pero a Balu seguía sin convencerle una de las patas del elefante. Retiró con una cuchara los polvos coloreados que cubrían esa zona y se afanó en corregir la plantilla.
«Líneas continuas, líneas continuas…», repetía como un mantra mientras la tiza avanzaba milímetro a milímetro. Eso era lo más importante. Una línea quebrada daba a los espíritus malignos la oportunidad de entrar en casa.
—Ya estás otra vez por los suelos —dijo alguien desde la puerta de la calle.
Se volvió para mirar y tuvo que esforzarse para no sonreír.
Aisha…
Tenía su misma edad y era guapa como las princesas de los cuentos. Pelo negro liso hasta la cintura, ojos verdes y piel tostada natural que brillaba a la luz de las velas. A pesar de su juventud, su figura desprendía una sensualidad que cortaba la respiración. Pero lo que más le gustaba de ella era saberla diferente al resto.
Como él mismo.
Dos náufragos en un mar de arena.
Cuando Aisha tenía cuatro años de edad fue adoptada por el señor Chudasama, el ricachón del pueblo; y aunque la crio como una hindú, nadie podía cambiar su sangre musulmana. Sus padres naturales pertenecían a una estirpe de la lejana Samarcanda, donde vivieron hasta que, ávidos de aventura, se desplazaron a Jodhpur. Conocida como la Ciudad Azul por el color de las casas que rodeaban el fuerte, este enclave comercial situado a dos días de la aldea de Balu estaba asentado en la ruta que unía Delhi con Guyarat, la salida natural al mar en la costa oeste, por lo que se benefició del tráfico de dátiles, cobre, café, opio… y sedas. El matrimonio abrió un taller de alfombras y la misma semana, como señal de buen augurio, nació Aisha, sorprendentemente bella desde el mismo instante en el que abandonó el vientre de su madre.
Por desgracia, la felicidad de la familia se extinguió de súbito cuatro años después, con motivo de un brote de cólera que se llevó a la pareja al jardín eterno. Fue entonces […]
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