El pasado 21 de marzo fue publicada Restos Mortales un nuevo caso del comisario Brunetti que ya va por la 26 entrega. Un año después de recibir el Premio Pepe Carvalho 2016 a toda su trayectoria, Donna Leon publica esta nueva novela en la que muestra su preocupación por el medio ambiente.
En Restos Mortales el infalible comisario Brunetti necesita unas vacaciones. En ello coinciden tanto su médico como su esposa, Paola, que ha convencido a su marido para que pase una temporada en una casa familiar en la isla de Sant’Erasmo, en la laguna veneciana. Una vez allí, entabla amistad con Davide Casati, el hombre encargado de cuidar la casa, un tipo duro y peculiar al que sólo le preocupa una cosa desde la muerte de su mujer: el cuidado de sus abejas, que están desapareciendo en toda la zona a causa de algún inexplicable fenómeno que afecta a toda la zona.
Cuando Casati, que conoce cada una de las islas al milímetro y es un experto navegante, aparece ahogado en las aguas de la laguna, Brunetti pondrá a su equipo a resolver un asunto que implica a una gran empresa dedicada al manejo de residuos tóxicos y que podría poner en peligro el equilibrio natural del ecosistema.
Fragmento de la novela:
1
Tras el intercambio habitual de fórmulas de cortesía, la sesión se había alargado media hora más y Brunetti empezaba a sufrir las consecuencias. Le habían pedido al hombre que tenían delante — un abogado de cuarenta y dos años cuyo padre era uno de los notarios de mayor éxito y, por consiguiente, con más poder de toda la ciudad— que acudiese esa mañana a la questura porque dos personas distintas lo habían nombrado como el individuo que dos días antes le había ofrecido unas pastillas a una chica en una fiesta que se había celebrado en un domicilio particular.
La joven se las había tomado con un zumo de naranja que, según la información que había recibido la policía, también le había dado el mismo hombre. Un rato después se había desmayado y la habían llevado a urgencias del Ospedale Civile, donde había quedado ingresada con pronóstico reservado.
Antonio Ruggieri había llegado puntual a las diez y, como muestra de su fe en las capacidades y probidad de la policía, no se había molestado en llevar consigo a otro abogado. Tampoco se había quejado del calor que hacía en aquella sala de ventana única, aunque había posado la mirada un instante en el ventilador de la esquina, que hacía lo que podía — si bien en vano— por contrarrestar el bochorno agobiante del mes de julio más caluroso del que se tenía constancia.
Brunetti se había disculpado por la temperatura y le había explicado que la duración de la ola de calor había obligado a la questura a plantearse si destinar sus pobres recursos energéticos a los ordenadores o a encender el aire acondicionado, y se habían decantado por la primera opción. Ruggieri había sido cortés y se había limitado a preguntar si podía quitarse la chaqueta.
Brunetti, que aún llevaba la suya, había empezado dejando del todo claro que se trataba de una conversación informal a fin de que les proporcionara información que los pusiera en antecedentes sobre lo ocurrido en la fiesta.
Al abogado no se le escapaba la admiración mal disimulada que el torpe commissario tenía por la posición social de la familia Ruggieri, por los famosos de la ciudad que eran sus clientes y por los círculos adinerados en los que el abogado se movía con facilidad y por derecho propio, y no tardó en permitirse tratarlo con condescendencia pese a ser más joven que él.
Puesto que el agente que estaba sentado junto al commissario iba vestido de uniforme, Ruggieri no le prestó atención. No obstante, mantuvo la antena activada para asegurarse de que el joven respondía adecuadamente a la conversación de sus mayores y mejores. Pero tan pronto como dejó de reaccionar como correspondía a su modesta superioridad, el abogado abandonó el uso del plural al dirigirse a los dos hombres que tenía delante.
—Como le decía, commissario — continuó Ruggieri—, era la fiesta de cumpleaños de un amigo. Nos conocemos desde la escuela.
—¿Conocía usted a muchos de los invitados? — preguntó Brunetti.
—A casi todos: la mayoría somos amigos desde la infancia.
—¿Y a la chica no? — preguntó Brunetti mostrando una leve confusión.
—Ella debió de llegar con alguno de los asistentes. Si no, no podría haber entrado. Siempre hay alguno de nosotros con un ojo puesto en la puerta, por si acaso — añadió entonces para mostrarle de qué modo protegían su intimidad él y sus amigos—. Así vemos quién llega.
—Claro — respondió el commissario, y asintió para expresar su aprobación. En respuesta a la mirada de Ruggieri, afirmó—: Siempre está bien tomar precauciones.
Alargó el brazo para acercarle un poco el micrófono.
—Si no le importa que se lo pregunte, ¿tiene alguna idea de con quién pudo ir?
Ruggieri tardó un momento en contestar.
—No. No la vi hablando con nadie que yo conociese.
—¿Y cómo empezó usted a hablar con ella? — quiso saber Brunetti.
—Bueno, ya sabe cómo son estas cosas — explicó Ruggieri—. Había mucha gente bailando o por ahí, de pie. Yo estaba solo, mirando a los que bailaban, y de repente se me acercó y me preguntó cómo me llamaba.
—¿Y no la conocía de antes? — preguntó Brunetti con su mejor tono confundido y chapado a la antigua.
—No — respondió Ruggieri con énfasis—. Además, me tuteó.
Brunetti negó con la cabeza con aparente desaprobación.
—¿De qué hablaron? — le preguntó.
—Me dijo que no conocía a mucha gente y que no sabía cómo conseguir una copa — contestó Ruggieri.
Al ver que Brunetti no hacía ningún comentario, continuó:
—Por eso le pregunté si quería que le trajese algo. Al fin y al cabo, ¿qué, si no, hace un caballero?
Brunetti guardó silencio.
—No me pareció cortés preguntarle por qué no conocía a nadie — se apresuró a añadir Ruggieri—. Pero admito que se me pasó por la cabeza.
—Claro — asintió Brunetti, como si fuese una situación en la que él mismo se hallara a menudo.
Se mostró atento y esperó.
—Quería vodka con zumo de naranja, y le pregunté si tenía edad suficiente para beber.
Brunetti esbozó una sonrisa.
—Y ella contestó…
—Que tenía dieciocho años y que, si yo no me lo creía, iría a buscar a alguien que sí se lo creyese.
Imitando una expresión que le había visto a menudo a su tía abuela Anna, Brunetti frunció los labios en un mohín contrariado. A su lado, Pucetti se revolvió en el asiento.
—Una respuesta un tanto descarada — repuso el commissario con actitud remilgada.
Ruggieri se pasó una mano por el oscuro cabello y se encogió de hombros con aire cansado.
—Me fastidia, pero hoy en día son así. Que tengan edad de votar y de beber no significa que sepan comportarse.
A Brunetti le pareció interesante que Ruggieri mencionase de nuevo la edad de la chica.
—Avvocato — empezó con un tono que daba a entender que era reacio a lo que estaba a punto de decir—, el motivo por el que hoy le he pedido que venga a hablar con nosotros es que nos han dicho que usted le dio unas pastillas.
—¿Disculpe? — preguntó Ruggieri con evidente confusión.
Entonces le dedicó una sonrisa relajada y añadió—: De mí se han dicho muchas cosas.
Brunetti le devolvió una sonrisa nerviosa y continuó:
—Estoy seguro de que habrá leído que tuvieron que llevarla al hospital. Los carabinieri interrogaron a una serie de personas y éstas les dijeron que usted había estado hablando con una chica que llevaba un vestido verde.
—¿Quiénes? — preguntó Ruggieri en tono brusco.
Brunetti alzó ambas manos en un gesto que denotaba debilidad.
—Siento no poder decírselo, avvocato.
—O sea, que los demás son libres de mentir sobre mí y yo no puedo siquiera defenderme.
—Estoy seguro de que tendrá la oportunidad de hacerlo, signore — respondió Brunetti, y dejó que el abogado tratase de averiguar cuándo.
—¿Qué más dijeron? — preguntó Ruggieri sin hacer caso de la contestación del commissario.
Éste cruzó las piernas y cambió de postura.
—Eso tampoco puedo decírselo, signore.
Ruggieri apartó la vista y observó la pared, como si detrás hubiera una persona escondida.
—Espero que también hayan dicho algo de la chica.
—¿Como qué?
—Pues que no podía quitármela de encima — contestó Ruggieri con rabia.
Era la primera emoción fuerte que mostraba desde que había entrado en la sala.[…]
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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