La Luz de la Tierra salió publicada este mes de febrero y es la continuación de La Sal de la Tierra, una espléndida saga medieval con intrigas, venganzas, injusticias y amores convulsos, de la pluma de uno de los grandes maestros de la novela histórica europea, de Daniel Wolf.
La Luz de la Tierra nos sitúa en Ducado de Alta Lorena en 1218. Después de su lucha contra el clero y la nobleza, el comerciante Michel de Fleury se ha convertido en alcalde de Varennes Saint-Jacques. Sus objetivos siguen siendo los mismos: alcanzar la justicia y la honestidad y rebelarse contra los poderosos que llevan años oprimiendo al pueblo. Por su parte, Rémy, el hijo de Michel, sueña con fundar una escuela donde todos puedan aprender a leer y a escribir, un empeño que le enfrenta directamente al abad, que ve tambalear el poder que siempre ha ostentado.
Pero cuando Varennes está a punto de convertirse en una ciudad próspera y un ejemplo de comercio y educación, los enemigos de los Fleury tejen una mezquina red de conspiraciones que hundirá a la ciudad en un abismo de pobreza de la que solo saldrá cuando el pueblo se atreva a enfrentarse a sus opresores y cuando en la tierra brille la luz de la libertad.
Un hombre armado con la fuerza de los ideales y de la razón. Un amor imposible en tiempos convulsos. Una ciudad que lucha por su prosperidad contra quienes se han lucrado de su miseria.
Una espléndida epopeya ambientada en la áspera Europa del siglo XIII.
Fragmento de la novela:
PROLOGO
Octubre de 1214
Varennes Saint-Jacques
El abad contemplaba el fin del mundo, y su esplendor cromático le extasiaba.
El pergamino resplandecía en púrpura y azul, cardenillo y cinabrio. Los ángeles vertían los cuencos de la ira, sus alas de pan de oro centelleaban a la luz de las velas, mientras la venganza del Todopoderoso caía sobre el mundo. Las siete plagas del momento final eran a un tiempo bellas y espantosas; era u cuadro de miedo y esplendor, que tomaba forma bajo las pinceladas del monje. Aquí los mares se convertían en sangre, allá el sol abrasaba a la Humanidad pecadora, el Éufrates se convertía en polvo seco bajo sus crueles rayo.
– Maravilloso- susurró el abad-, completamente maravilloso.- Y el monje sentado al escritorio sonrió con humildad.
No ocurría a menudo que el abad estuviera satisfecho con el trabajo de sus hermanos. Por lo general veía negligencia por doquier cuando visitaba el scriptorium, y siempre tenía que acicatear a los monjes, porque de lo contrario se extendían la chapuza y la ociosidad.
Ese día, sin embargo, no acudían a sus labios más que elogios. Escribientes, rubricadores, iluminadores… todos se habían superado a sí mismos. El texto de la Revelación de San Juan estaba libre de errores y repugnantes borrones de tinta. Las palabras sagradas desfilaban alineadas por las páginas, cada letra marcada con nitidez. Las capitulares eran pequeñas obras de arte, la una más hermosa que la otra, lo mismo que las miniaturas que orlaban las páginas.
Y la pintura. Ah, la pintura.
Aquel libro iba a acrecentar la fama de la abadía de Longchamp, el abad lo sabía. Más importante aún: iba a reportarle al monasterio una considerable suma. Iba a hablar enseguida con el maestre del gremio de mercaderes y a ensalzar el nuevo y espléndido códice. De ese modo, sin duda encontraría con rapidez un comprador acomodado.
El abad exhortó a sus hermanos a no ceder en su celo antes de salir del scriptorium y regresar a sus aposentos, donde se puso un manto forrado de nutria. Justo en ese momento entró un novicio.
– ¡Abad Wigéric, su reverencia!- dijo sin aliento el chico.
– No tengo tiempo, muchacho. Vuelve más tarde.
– Pero tenéis que escucharme- insistió con frescura el novicio-. ¡Es importante!
Aunque el abad estuvo tentado de reprender al chico, se acordó de que ese novicio no era conocido por importunar a sus superiores con tonterías. Lo que tenía que decir podía realmente ser importante.
– Está bien. Habla. ¿Qué sucede?
– Acababa de ir a la ciudad para traer velas nuevas a nuestros hermanos de Saint- Julien cuando he oído hablar del nuevo taller. Ha abierto hoy, abad. En el barrio de los zapatero, cordeleros y guarnicioneros. ¡Toda la ciudad habla de eso!
– ¿Qué clase de taller?- preguntó irritado el abad-. ¿De que estás hablando, muchacho?
– ¡Un taller de escritura! ¡Un scriptorium como el nuestro!
– Tienes que estar equivocado. Los otros monasterios no tienen scriptoriums. El nuestro es el único en todo Varennes.
– No, no es de un monasterio- dijo el novicio-. Pertenece a un ciudadano corriente. Aun laico.
– ¿Un taller de escritura profana? No existe tal cosa… al menos no aquí. Te han engañado.
– Es la verdad, su reverencia. Seguro. El hijo del alcalde está detrás. La gente dice que va ser el primer escribiente e iluminador de libros profanos de Varnnes.
El abad levantó la cabeza:
– ¿Rémy Fleury? Pero si está en Schlettstàdt.
– Ha vuelto hace unos días, y ha alquilado una casa en la ciudad.
El rostro del abad se ensombreció. Si lo que el muchacho contaba respondía realmente a la verdad, era una catástrofe. Tenía que llegar al fondo del asunto lo antes posible. […]
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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