- ISBN: 978-8408163459
El Prisionero del Cielo(2011) es la tercera entrega de El cementerio de los libros olvidados en la que comienzan a encajar las piezas de un enigma cuya trama completa se desvelará en El laberinto de los Espíritus, nos encontramos con una novela muy corta, la más corta de las tres, en la que sigue habiendo malos, malísimos y buenos demasiado tiernos e inocentes, una novela que da la sensación de inacabada y de la que no podemos dejar de destacar los retratos de una Barcelona en blanco y negro, de sus barrios, de sus bares y de sus gentes.
Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas.
Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad.
Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior.
Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón de El Cementerio de los Libros Olvidados.
Fragmento de la novela:
1
Barcelona, diciembre de 1957
Aquel año a la Navidad le dio por amanecer todos los días de plomo y escarcha. Una penumbra azulada teñía la ciudad, y la gente pasaba de largo abrigada hasta las orejas y dibujando con el aliento trazos de vapor en el frío. Eran pocos los que en aquellos días se detenían a contemplar el escaparate de Sempere e Hijos y menos todavía quienes se aventuraban a entrar y preguntar por aquel libro perdido que les había estado esperando toda la vida y cuya venta, poesías al margen, hubiera contribuido a remendar las precarias finanzas de la librería.
—Yo creo que hoy será el día. Hoy cambiará nuestra suerte —proclamé en alas del primer café del día, puro optimismo en estado líquido.
Mi padre, que llevaba desde las ocho de aquella mañana batallando con el libro de contabilidad y haciendo malabarismos con lápiz y goma, alzó la vista del mostrador y observó el desfile de clientes escurridizos perderse calle abajo.
—El cielo te oiga, Daniel, porque a este paso, si perdemos la campaña de Navidad, en enero no vamos a tener ni para pagar el recibo de la luz. Algo vamos a tener que hacer.
—Ayer Fermín tuvo una idea —ofrecí—. Según él es un plan magistral para salvar la librería de la bancarrota inminente.
—Dios nos coja confesados.
Cité textualmente:
—A lo mejor si me pusiera yo a decorar el escaparate en calzoncillos conseguiríamos que alguna fémina ávida de literatura y emociones fuertes entrase a hacer gasto, porque dicen los entendidos que el futuro de la literatura depende de las mujeres, y vive Dios que está por nacer fámula capaz de resistirse al tirón agreste de este cuerpo serrano—enuncié.
Oí a mi espalda cómo el lápiz de mi padre caía al suelo y me volví. —Fermín dixit—añadí.
Había pensado que mi padre iba a sonreír ante la ocurrencia de Fermín, pero al comprobar que no parecía despertar de su silencio le miré de reojo. Sempe— re sénior no sólo no parecía encontrarle gracia alguna a semejante disparate sino que había adoptado un semblante meditabundo, como si se planteara tomárselo en serio.
—Pues mira por dónde, a lo mejor Fermín ha dado en el clavo —murmuró.
Le observé con incredulidad. Tal vez la sequía comercial que nos había azotado en las últimas semanas había terminado por afectar el sano juicio de mi progenitor.
—No me digas que le vas a permitir pasearse en gayumbos por la librería.
—No, no es eso. Es lo del escaparate. Ahora que lo has dicho, me has dado una idea… Quizá aún estemos a tiempo de salvar la Navidad.
Le vi desaparecer en la trastienda y al poco regresó pertrechado de su uniforme oficial de invierno: el mismo abrigo, bufanda y sombrero que le recordaba desde niño. Bea solía decir que sospechaba que mi padre no se había comprado ropa desde 1942 y todos los indicios apuntaban a que mi mujer estaba en lo cierto. Mientras se enfundaba los guantes, mi padre sonreía vagamente y en sus ojos se percibía aquel brillo casi infantil que sólo conseguían arrancarle las grandes empresas.
—Te dejo solo un rato —anunció—. Voy a salir a hacer un recado.
—¿Puedo preguntar adonde vas?
Mi padre me guiñó el ojo.
—Es una sorpresa. Ya verás.
Lo seguí hasta la puerta y lo vi partir rumbo a la Puerta del Ángel a paso firme, una figura más en la marea gris de caminantes navegando por otro largo invierno de sombra y ceniza.
2
Aprovechando que me había quedado solo decidí encender la radio para saborear algo de música mientras reordenaba a mi gusto las colecciones de los estantes. Mi padre creía que tener la radio puesta en la librería cuando había clientes era de poco tono, y si la encendía en presencia de Fermín, éste se lanzaba a canturrear saetas a lomos de cualquier melodía —o, peor aún, a bailar lo que él denominaba «ritmos sensuales del Caribe»—, y a los pocos minutos me ponía los nervios de punta. Habida cuenta de aquellas dificultades prácticas, había llegado a la conclusión de que debía limitar mi goce de las ondas a aquellos raros momentos en que, aparte de mí y de varias decenas de miles de libros, no había nadie más en la tienda.
Radio Barcelona emitía aquella mañana una grabación clandestina que un coleccionista había hecho del magnífico concierto que el trompetista Louis Armstrong y su banda habían dado en el hotel Wind— sor Palace de la Diagonal tres Navidades atrás. En las pausas publicitarias, el locutor se afanaba en etiquetar aquel sonido como llass y advertía que algunas de sus síncopas procaces podían no ser apropiadas para el consumo del oyente nacional forjado en la tonadilla, el bolero y el incipiente movimiento ye-ye que dominaban las ondas del momento.
Fermín solía decir que si don Isaac Albéniz hubiera nacido negro, el jazz se habría inventado en Camprodón, como las galletas en lata, y que, junto con aquellos sujetadores en punta que lucía su adorada Kim Novak en algunas de las películas que veíamos en el cine Fémina en sesión matinal, aquel sonido era uno de los escasos logros de la humanidad en lo que llevábamos de siglo xx. No se lo iba a discutir. Dejé pasar el resto de la mañana entre la magia de aquella música y el perfume de los libros, saboreando la serenidad y la satisfacción que transmite el trabajo simple hecho a conciencia.
Fermín se había tomado la mañana libre para, según él, ultimar los preparativos de su boda con la Bernarda, prevista para principios de febrero. La primera vez que había planteado el tema apenas dos semanas atrás todos le habíamos dicho que se estaba precipitando y que con prisas no se llegaba a ninguna parte. Mi padre trató de convencerle para posponer el enlace por lo menos dos o tres meses argumentando que las bodas eran para el verano y el buen tiempo, pero Fermín había insistido en mantener la fecha alegando que él, espécimen curtido en el recio clima seco de las colinas extremeñas, transpiraba profusamente llegado el estío de la costa mediterránea, a su juicio semitropical, y no veía de recibo celebrar sus nupcias con lamparones del tamaño de torrijas en el sobaco.
Yo empezaba a pensar que algo extraño tenía que estar sucediendo para que Fermín Romero de Torres, estandarte vivo de la resistencia civil contra la Santa Madre Iglesia, la banca y las buenas costumbres en aquella España de misa y NO-DO de los años cincuenta, manifestase semejante urgencia en pasar por la vicaría. En su celo prematrimonial, había llegado al extremo de hacer amistad con el nuevo párroco de la iglesia de Santa Ana, don Jacobo, un sacerdote burgalés de ideario relajado y maneras de boxeador retirado al que había contagiado su desmedida afición por el dominó. Fermín se batía con él en timbas históricas en el bar Almirall los domingos después de misa, y el sacerdote reía de buena gana cuando mi amigo le preguntaba, entre copa y copa de aromas de Montserrat, si sabía a ciencia cierta si las monjas tenían muslos y si de tenerlos eran tan mollares y mordisqueables como venía él sospechando desde la adolescencia.
—Va a conseguir usted que lo excomulguen —le reprendía mi padre—. Las monjas ni se miran ni se tocan.
—Pero si el mosén es casi más golfo que yo —protestaba Fermín—. Si no fuese por el uniforme…
Andaba yo recordando aquella discusión y tarareando al son de la trompeta del maestro Armstrong cuando oí que la campanilla que había sobre la puerta de la librería emitía su tibio tintineo y levanté la vista esperando encontrar a mi padre, que regresaba ya de su misión secreta, o a Fermín listo para incorporarse al turno de tarde. —Buenos días —llegó una voz, grave y quebrada, desde el umbral de la puerta.
Aquí podéis conseguir el Pack con los tres ebook del Cementerio de los Libros Olvidados.
Espero vuestros comentarios y opiniones.
Deja una respuesta