El Guardián Invisible de Dolores Redondo, autora del Premio Planeta 2016 Todo Esto te Daré, es la primera parte de la Trilogía de Baztán, salió publicada en 2013 y esperamos su adaptación cinematográfica para este 2017 de la mano de Fernando González Molina.
El Guardián Invisible es una novela policiaca negra que no se queda sólo en una historia de crímenes, investigaciones y caza del asesino… no, también incluye elementos mágicos de la mitología vasco-navarra, como es el basajun, un ser legendario al que la leyenda considera el protector de la vida del bosque y que algunos creen que puede estar relacionado con los asesinatos.
En los márgenes del río Baztán, en el valle de Navarra, aparece el cuerpo desnudo de una adolescente en unas circunstancias que lo ponen en relación con un asesinato ocurrido en los alrededores un mes atrás, pero además este asesinato cobra mayor importancia al producirse nuevos crímenes que cumplen el mismo patrón. El departamento de homicidios se enfrenta a un asesino en serie que mata de una manera ritual.
La inspectora de la sección de homicidios de la Policía Foral, Amaia Salazar, será la encargada de dirigir una investigación que la llevará de vuelta a Elizondo, una pequeña población de donde es originaria y de la que ha tratado de huir toda su vida. Enfrentada con las cada vez más complicadas derivaciones del caso y con sus propios fantasmas familiares, la investigación de Amaia es una carrera contrarreloj para dar con un asesino que puede mostrar el rostro más aterrador de una realidad brutal al tiempo que convocar a los seres más inquietantes de las leyendas del Norte.
Este es el comienzo de la novela:
1
Ainhoa Elizasu fue la segunda víctima del basajaun, aunque entonces la prensa todavía no lo llamaba así. Fue un poco más tarde cuando trascendió que alrededor de los cadáveres aparecían pelos de animal, restos de piel y rastros dudosamente humanos, unidos a una especie de fúnebre ceremonia de purificación. Una fuerza maligna, telúrica y ancestral parecía haber marcado los cuerpos de aquellas casi niñas con la ropa rasgada, el vello púbico rasurado y las manos dispuestas en actitud virginal.
Cuando la avisaban de madrugada para acudir al escenario de un crimen, la inspectora Amaia Salazar siempre realizaba el mismo ritual: apagaba el despertador para que no molestase a James por la mañana, cogía su ropa y su teléfono formando un montón y bajaba muy despacio las escaleras hasta llegar a la cocina. Se vestía mientras tomaba un café con leche y dejaba una nota para su marido, para meterse después en el coche y conducir absorta en pensamientos hueros, ruido blanco que siempre ocupaba su mente cuando despertaba antes del amanecer y que la acompañaban como restos de una vigilia inconclusa, a pesar de conducir durante más de una hora desde Pamplona hasta el escenario donde una víctima esperaba. Trazó una curva demasiado cerrada y el chirrido de las ruedas le hizo tomar conciencia de lo distraída que es-taba; se obligó entonces a prestar atención a la sinuosa carretera ascendente que se adentraba en los tupidos bosques que rodeaban Elizondo. Cinco minutos más tarde detuvo el coche junto a una baliza y reconoció el deportivo del doctor Jorge San Martín y el todoterreno de la jueza Estébanez. Bajó del vehículo y se dirigió a la parte trasera, de donde sacó unas botas de goma, que se calzó apoyada en el maletero mientras el subinspector Jonan Etxaide y el inspector Montes se acercaban.
—Pinta mal, jefa, es una cría. —Jonan consultó sus notas—. Doce o trece años. Los padres denunciaron que la chica no había llegado a casa a las once de la noche.
—Un poco pronto para poner una denuncia por desa-parición —opinó Amaia.
—Sí. Por lo visto llamó al móvil del hermano mayor hacia las ocho y diez para decirle que había perdido el autobús a Arizkun.
—¿Y el hermano no dijo nada hasta las once?
—Ya sabe: «Los aitas me van a matar. Por favor, no se lo digas. Voy a ver si el padre de alguna amiga me lleva». Total, que se calló la boca y se puso a jugar a la PlayStation. A las once, cuando vio que su hermana no llegaba y la madre comenzaba a ponerse histérica, les dijo que Ainhoa había llamado. Los padres se presentaron en la comisaría de Elizondo e insistieron en que a su hija le había pasado algo. No contestaba al móvil y ya habían hablado con todas sus amigas. La encontró una patrulla. Al llegar a la curva los agentes vieron los zapatos de la chica al borde de la carretera —dijo Jonan señalando con su linterna hacia un lugar al borde del asfalto, donde unos zapatos de charol negro y tacón medio brillaban perfectamente alineados. Amaia se inclinó para verlos.
—Están como bien colocados ¿los ha tocado alguien? —preguntó. Jonan consultó de nuevo sus notas. Amaia pensó que la eficiencia del joven subinspector, antropólogo y arqueólogo por añadidura, era un regalo en casos tan duros como el que se preveía.
—No. Estaban así, alineados y apuntando a la carretera.
—Di a los de huellas que vengan cuando acaben, que miren en el interior de los zapatos. Para colocarlos así hay que meter los dedos dentro.
El inspector Montes, que había permanecido en silencio mirándose las punteras de sus mocasines italianos de firma, levantó la cabeza bruscamente, como si acaba-se de despertar de un sueño profundo.
—Salazar —murmuró a modo de saludo. Y comenzó a andar hacia el borde del camino sin esperarla. Amaia hizo un gesto de perplejidad y se volvió hacia Jonan.
—¿Y a éste qué le pasa?
—No lo sé, jefa, pero hemos venido en el mismo coche desde Pamplona y no ha abierto la boca. Yo creo que ha bebido un poco.
Sí, ella también lo creía. Desde su divorcio el inspector Montes había ido de mal en peor, y no sólo por su reciente afición a los zapatos italianos y a las corbatas coloridas. Las últimas semanas lo encontraba particu-larmente distraído, absorto en su mundo interior, frío e impenetrable, casi autista.
—¿Dónde está la chica?
—Junto al río. Hay que bajar por la ladera —dijo Jonan, señalando el barranco y componiendo un gesto de disculpa, como si de alguna manera él fuera el responsable de que el cuerpo se encontrara allí.
Mientras descendía por la pendiente, arañada a la roca por el río milenario, vio a lo lejos los focos y las cintas que delimitaban el perímetro de acción de los agentes. A un lado, la jueza Estébanez hablaba en voz baja con el secretario judicial mientras dirigía miradas de soslayo hacia el lugar donde estaba el cuerpo. A su alrededor, dos fotógrafos de la policía científica hacían llover sus flashes desde todos los ángulos. Junto al cadáver se arrodillaba uno de los técnicos del Instituto Navarro de Medicina Legal, que parecía estar tomando la temperatura del hígado.
Amaia comprobó satisfecha que todo el personal presente respetaba el paso que los primeros agentes llegados a la zona habían delimitado para entrar y salir del área acordonada. Aun así, como siempre, le pareció que había demasiada gente. Era un sentimiento rayano en lo absurdo que quizá procediera de su educación católica, pero invariablemente, cuando tenía que estar frente a un cadáver, le urgía esa necesidad de intimidad y recogimiento que la abrumaba en los cementerios y que se veía violada con la presencia profesional, distante y ajena de los que se movían alrededor de aquel cuerpo, único protagonista de la obra de un asesino y, sin embargo, mudo, silenciado, ignorado en su horror.
Se acercó despacio, observando el lugar que alguien había elegido para la muerte. Junto al río se había formado una playa de piedras grises y redondeadas, segu-ramente arrastradas por las crecidas de la anterior primavera, una lengua seca de unos nueve metros de ancho que se extendía hasta donde ella podía ver, a la escasa luz del incipiente amanecer. La otra margen del río, de apenas cuatro metros de anchura, se internaba en un bos-que profundo que se tornaba más denso a medida que se penetraba en él. La inspectora esperó unos segundos mientras el técnico de la policía científica terminaba de fotografiar el cadáver; cuando éste hubo acabado se acercó, situándose a los pies de la niña, y, como tenía por costumbre, vació su mente de pensamiento alguno, miró el cuerpo que yacía junto al río y musitó una breve oración. Sólo entonces se sintió preparada para mirarla como la obra de un asesino.
Ainhoa Elizasu había tenido en vida unos hermosos ojos castaños que ahora miraban al espacio infinito suspendidos en un gesto que era de sorpresa. La cabeza, levemente inclinada hacia atrás, dejaba ver un trozo de burdo cordel que se había hundido en la carne de su cuello hasta casi desaparecer. Amaia se inclinó sobre el cuerpo para ver la ligadura.
—Ni siquiera está anudado, simplemente apretó hasta que la chica dejó de respirar —susurró casi para sí.
—Tiene que ser fuerte, ¿un hombre? —sugirió Jonan a su espalda.
—Es probable, aunque la chica no es muy alta, uno cincuenta y cinco más o menos, y muy delgada; también pudo hacerlo una mujer.
El doctor San Martín, que hasta ese momento había permanecido charlando con la jueza y el secretario judicial, se acercó al cadáver después de despedirse de la magistrada con una ceremonia propia de un besamanos.
—Inspectora Salazar, es siempre un placer verla, aunque sea en estas circunstancias —dijo festivamente.
—Lo mismo digo, doctor San Martín, ¿qué le parece lo que tenemos aquí?
El médico tomó los apuntes que le cedió el técnico y los ojeó brevemente mientras se inclinaba junto al cadáver, no sin antes dedicar a Jonan una mirada apreciativa con la que calibraba su juventud y conocimientos. Una mirada que Amaia conocía bien. Unos años antes, ella había sido la joven subinspectora que instruir en los entresijos de la muerte, un placer que San Martín, un distinguido profesor, nunca dejaba escapar.
—Acérquese, Etxaide, venga aquí y quizás aprenda algo.
El doctor San Martín se puso los guantes quirúrgicos que sacó de un bolso Gladstone de cuero y palpó suavemente la mandíbula, el cuello y los brazos de la niña.
—¿Qué sabe sobre el rígor mortis, Etxaide?
Jonan suspiró antes de comenzar a hablar con un tono parecido al que debió de utilizar en sus días de escuela cuando contestaba a la profesora.
—Bueno, sé que empieza en los párpados unas tres horas después de la muerte, extendiéndose por la cara y el cuello hasta el pecho para ampliarse finalmente a todo el tronco y las extremidades. En condiciones normales se alcanza la rigidez completa en torno a las doce horas, y empieza a desaparecer siguiendo el orden inverso en torno a las treinta y seis.
—No está mal, ¿qué más? —animó el doctor.
—Constituye uno de los principales marcadores para hacer la estimación de la data de la muerte.
—¿Y cree que podría hacerse una estimación basándose únicamente en el grado del rígor mortis?
—Bueno… —titubeó Jonan.
—No, rotundamente —aseveró San Martín—. El grado de rigidez puede variar debido al estado muscu-lar del fallecido, la temperatura de la habitación o exterior, como en este caso, temperaturas extremas que pueden hacer parecer que hay rígor mortis, por ejemplo en el caso de cadáveres expuestos a altas temperatura o que sufran espasmo cadavérico, ¿sabe lo que es?
—Creo que se llama así cuando en el momento de la muerte los músculos de las extremidades se tensan de tal modo que sería difícil arrebatarles cualquier objeto que sujetasen en ese preciso instante.
—Así es, por lo tanto recae una gran responsabilidad sobre el patólogo forense. No debe establecerse la data sin tener en cuenta estos aspectos y, por supuesto, las hipóstasis… La lividez post mórtem, para que me entienda. Habrá visto esas series americanas en las que el forense se arrodilla junto al cuerpo y al cabo de dos minutos está estableciendo la hora de la muerte —dijo alzando teatralmente una ceja—. Pues deje que le diga que es mentira. El análisis de la cantidad de potasio en el líquido del ojo ha supuesto un gran avance, pero sólo podré establecer la hora con mayor precisión después de la autopsia. Ahora y con lo que tengo aquí puedo decirle: trece años, mujer.
Por la temperatura del hígado yo diría que lleva muerta dos horas. Todavía no hay rigor —afirmó palpando de nuevo la mandíbula de la niña.
—Concuerda bastante con la llamada que hizo a casa y la denuncia de los padres. Sí, dos horas escasas.
Amaia esperó a que se incorporase y le sustituyó arrodillándose junto a la chica. No se le escapó la mirada de alivio de Jonan al verse libre del escrutinio del forense. Los ojos mirando al infinito y la boca entreabierta en un gesto que parecía de sorpresa, o quizás un último intento por tomar aire, le daban a su rostro un aire de asombro infantil, como el de una niña en su cumpleaños. Toda la ropa aparecía rasgada en cortes limpios desde el cuello hasta las ingles y se encontraba separada a ambos lados como el envoltorio de un regalo macabro. La suave brisa proveniente del río movió un poco el flequillo recto de la chica y hasta Amaia se elevó un aroma a champú mezclado con otro más acre de tabaco. Amaia se preguntó si fumaría.
—Huele a tabaco. ¿Sabéis si llevaba bolso?
—Sí, lo llevaba. Aún no ha aparecido, pero tengo gente rastreando la zona hasta un kilómetro más abajo —dijo el inspector Montes extendiendo el brazo en dirección al río.
—Preguntad a sus amigas dónde estuvieron y con quién.
—En cuanto amanezca, jefa —dijo Jonan tocando su reloj—. Sus amigas serán crías de trece años, estarán durmiendo.
Observó las manos colocadas a los lados del cuerpo. Aparecían blancas, impolutas y con las palmas vueltas hacia arriba.
—¿Os habéis fijado en la postura de las manos? Han sido colocadas así.
—Estoy de acuerdo —dijo Montes, que permanecía en pie junto a Jonan.
—Que las fotografíen, y preservadlas cuanto antes. Puede que intentara defenderse. Aunque las uñas y las manos se ven bastante limpias, quizá tengamos suerte —dijo dirigiéndose al agente de la científica. El forense se inclinó de nuevo sobre la niña, frente a Amaia.
—Habrá que esperar a la autopsia, pero yo apuntaría a la asfixia como causa de la muerte, y dada la fuerza con que la cuerda se hundió en la carne, diría que fue muy rápido. Los cortes que aparecen por el cuerpo son superficiales y estaban destinados únicamente a rasgar la ropa. Fueron realizados con un objeto muy afilado, una cuchilla, un cúter o un bisturí. Eso te lo diré más tarde, pero cuando los hizo la chica ya estaba muerta. Apenas hay sangre.
—¿Y lo del pubis? —intervino Montes.
—Creo que utilizó el mismo objeto cortante para rasurar el vello púbico.
—¿Quizá para llevarse una parte como trofeo, jefa? —apuntó Jonan.
—No, no lo creo. Mira el modo en que lo ha arrojado a los lados del cuerpo —indicó Amaia señalando varios montoncitos de fina pelusa—. Más bien parece que deseaba eliminarlo, para sustituirlo por esto —dijo señalando un pastelito dorado y untuoso que había sido colocado sobre el pubis lampiño de la chica.
—Menudo cabronazo. ¿Por qué tienen que hacer estas cosas? No tenía bastante con matar a una cría que tenía que poner eso ahí. ¿Qué puede pasar por la mente de alguien que hace algo así? —exclamó Jonan con gesto de hastío.
—Ése es tu trabajo, chaval, adivinar qué piensa ese cerdo —dijo Montes acercándose al doctor San Martín.
—¿La violó?
—Diría que no, aunque no puedo estar seguro hasta que la examine más a fondo. La puesta en escena tiene un marcado aspecto sexual… Rasgar la ropa, dejar el pecho al aire, rasurar el pubis… Y lo del pastelillo… Parece una mantecada, o…
—Es un txatxingorri —intervino Amaia—. Es un pastel típico de esta zona, aunque éste es más pequeño que los que suelo ver. Pero es un txatxingorri, sin duda. Manteca, harina, huevos, azúcar, levadura y chicharrones fritos para hacer una torta, una receta ancestral. Jonan, que lo metan en una bolsa y, por favor —dijo Amaia dirigiéndose a todos—, lo del pastel que no salga de aquí, de momento esta información es reservada.
Todos asintieron.
—Aquí ya hemos terminado. San Martín, es suya. Nos vemos en Medicina Legal.
Amaia se incorporó y dedicó una última mirada a la chica antes de ascender la ladera hasta su coche.
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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