- ISBN: 978-8408161585
El 6 de octubre salió publicada El Círculo del Alba de Luisa Ferro. Luisa Ferro es el seudónimo que utiliza en alguna de sus obras Luisa Fernández, escritora española, monitora de taller literario y correctora de estilo.
Sus relatos han conseguido diferentes premios y menciones en certámenes como «El tren y el Viaje», Renfe 2008; «Ciudad Getafe» 2009 (Semana Negra); «Ser Madrid Sur» 2009, Cadena Ser; «María Moliner» 2010; «Domingo Santos» 2011, entre otros. Ha publicado relatos en las antologías Crónicas de la Marca del Este. Vol. II (Holocubierta Ediciones, 2011); Antología Z. Vol. 6 (Dolmen Editorial 2012); Legendarium III (Ediciones Tombooktu, 2012); Fantasmagoria (Ediciones Tombooktu, 2013); Hasta Siempre, Princesas (Libralia, 2014). Su novela de fantasía Alcander (Clik Ediciones, 2014) es su primera publicación en solitario.
El Círculo del Alba nos hace una magnifica descripción del Madrid de 1903. Bruno Moreto se enfrenta a una gran encrucijada. Su tutor, Ernesto Olmedo, médico forense, asesor de la policía y propietario de una funeraria, ha muerto en extrañas circunstancias. Todo apunta a un suicidio. Su muerte deja un negocio hipotecado, con deudas que comprometen gravemente el futuro de Bruno.
El hermano del difunto, Hugo Bonaventura, un conde italiano con fama de vividor, llega a Madrid para hacerse cargo de la situación, pero los acontecimientos darán un giro inesperado. Bruno y Bonaventura se verán inmersos en la investigación de varios asesinatos rituales de niñas, cuyas raíces se sumergen en el pasado más oscuro de Olmedo. Ambos, pese a sus diferencias iniciales, tendrán que aliarse para destapar un misterio que ha dormido agazapado tras décadas de silencio.
Fragmento de la novela.
Casi sin ser consciente de ello, Bruno enumeró mentalmente las preguntas clave para la resolución de cualquier crimen según el doctor Hanns Gross, llamado por muchos «el padre de la criminalística». Resonaron dentro de su cabeza con la voz de su mentor: «Quis, quid, ubi, quibus, auxiliis, cur, quomodo, quando». ¿Qué ha sucedido? ¿Quién es la víctima?, ¿cuándo ocurrieron los hechos?, ¿cómo sucedieron?, ¿con qué arma se dio muerte al sujeto?, ¿por qué?, ¿quién o quiénes fueron los presuntos autores? Algunas de ellas se podrían contestar con la simple inspección ocular, otras esperarían a ser resueltas mediante la investigación posterior.
A Olmedo le debía su amor a la ciencia y a la investigación. Sus conocimientos. De él aprendió todo lo que sabía sobre medicina, autopsias y criminología. Lo que jamás le enseñó aquel buen hombre fue el modo de afrontar su pérdida. Su muerte prematura le dejaba doblemente huérfano con apenas veinticuatro años. Se le hizo un nudo en la garganta. En su cabeza, la voz de su maestro todavía conservaba la impronta de alguien querido que llevaba de viaje algún tiempo y tardaba demasiado en regresar. Dentro de poco, pasaría a ser un tono discordante, falto de matices, imposible de adivinar en el enredo de las voces familiares y las recién descubiertas. Su rostro se desdibujaría de su mente y sus famosas frases pasarían a ser un glosario de palabras inconexas, que perderían el sentido que él les confería. Esa chispa que las hacía ser lo que eran hoy: un sendero familiar donde cobijarse, un diccionario constante al que echar mano cuando la duda le mordía y vacilaba sobre qué camino seguir.
Escuchó el último responso del cura con el alma rota. Fue apenas un trágico paréntesis que le hizo dudar sobre si había llevado a cabo todas las indicaciones que Olmedo señaló en la «cláusula pía» de su testamento. Era una formalidad ya en desuso desde hacía más de un siglo, pero que él, un hombre anacrónico donde los hubiera, se había empeñado en incluir en el documento. En ella daba las instrucciones de cómo deseaba ser enterrado. «Frac, capa española con broches de plata, guantes blancos; insignia del ave fénix prendida en la solapa izquierda…» Llegados a este punto, Bruno decidió hacer un inciso ante la cara circunspecta del señor notario y el asombro general del resto de los deudos.
—¿Insignia del ave fénix? —cuestionó extrañado—. ¿Qué insignia es esa? Yo jamás la he visto.
El funcionario le miró por encima de sus lentes y se encogió de hombros por toda respuesta.
Lady Doyle, sentada a su derecha, le clavó una mirada de reproche. Sus ojos verdes se asemejaron a los de una lechuza que acabara de avistar una insignificante cría de ratón.
—Bruno, ¿qué importancia tiene eso ahora? Ya buscaremos ese condenado broche. Deja que este señor termine su perorata para que podamos marcharnos. Tengo el velatorio en pleno esperando el té.
El notario torció el gesto con un mohín y prosiguió leyendo como el que lee un prospecto de boticario. El escribano reanudó su punteo sobre la copia de carbón, pero sin poder evitar una sonrisa apretada.
—Calesa de gala y crespones negros, auriga con librea de luto y monaguillos con hacheros abriendo el paso de la carroza, el principal portando una cruz…
Continuó monocorde hasta llegar a las últimas voluntades. Entonces, como si alguien hubiese encendido un candil en la noche más cerrada, todos apretaron los labios y aguzaron los oídos cual lebreles que han oído el tiro del cazador y andan al pendiente de dónde ha caído la pieza.
—A la señorita Amber Doyle le lego los abanicos de concha y seda china, el collar de perlas de Borneo y la peineta de jade. También las estolas; la de marta cebellina, la de zorro ártico y la de astracán, todo ello perteneciente a mi amada y fallecida esposa.
Ella hizo un gesto de asentimiento como dándose por enterada.
—A la nodriza de la familia Doyle, Uma Vundi —prosiguió—, le lego las pulseras de plata y los zarcillos de oro y marfil. También dos mantones de Manila que pertenecían a mi amada y difunta esposa. Y, por último, a Bruno Moreto Salvatierra, mi pupilo, le dono algunos de mis objetos personales: tratados de medicina, revistas médicas, cuadernos, mi maletín de estudiante…
Ante la retahíla interminable de enseres, las dos mujeres comenzaron a bisbisear entre ellas. Dejaron de hacerlo cuando el notario procedió a designar al heredero del inmueble donde se ubicaba la funeraria.
—En cuanto a la casa mortuoria La Luz de Helios y los terrenos en los que está ubicada, hogar de todos los mencionados anteriormente, y contra la cual pesa una hipoteca de cincuenta mil duros en el Banco Español de Crédito, recaerá a favor de mi hermano don Hugo Bonaventura, conde del Drago. Dejo a su noble voluntad el pago de dicha hipoteca y todas las disposiciones que tenga a bien hacer con respecto a mi negocio, rogándole encarecidamente que acceda a que la funeraria prosiga con su funcionamiento y no deje sin hogar a la hermana de mi difunta esposa, a su aya y a mi querido pupilo, expósito de la Inclusa, al que tuve a bien recoger e instruir en todas las funciones del negocio. También le dono toda mi biblioteca y mi museo de Patología.
La voz del notario se convirtió en un zumbido de moscardón enumerando piezas y libros. La mente de Bruno se perdió en una espiral frenética de preguntas. ¿Un hermano? ¿Su mentor tenía un hermano? ¿Heredaba la funeraria y de él iba a depender su sustento y techo? ¿Un conde? ¿Y qué demonios era aquello de que la propiedad estaba hipotecada hasta los cimientos?
Era evidente que las dos mujeres estaban tan confusas como él.
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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