Buscando a Papá Noel es una novela de Richard Paul Evans autor de El Don, otra novela con la que el autor nos emocionará y hará que florezcan nuestros sentimientos.
Se supone que la Navidad es una época llena de alegría. Pero la vida ha sido dura para Mark Smart: tuvo que dejar de estudiar, su madre murió en un accidente, su novia lo abandonó, y ahora, en plena nevada, su coche ha dejado de funcionar. A duras penas consigue llegar a una cafetería en busca de un teléfono. Pero lo que encuentra, en cambio, es a una hermosa joven que, a través de un simple acto de amabilidad, cambia su vida para siempre.
Macy no recuerda casi nada de sus verdaderos padres y del hogar donde nació. Un adorno navideño con la palabra «Noel» es la única pista que tiene para localizar a su hermanita perdida, y ahora Mark, este extraño que aparece en medio de una tormenta de nieve, parece estar dispuesto a ayudarla…
Así comienza esta historia:
Cuando era niño, mi madre me contó que todas las personas que aparecen en nuestra vida lo hacen por un motivo. No estoy seguro de creérmelo. La idea de Dios entretejiendo millones de vidas para formar un gran tapiz humano me resulta un tanto fatalista. Aun así, cuando contemplo mi vida en retrospectiva, tengo la sensación de que en algunas ocasiones se hace evidente semejante divinidad. Ninguna me resulta más obvia que aquella noche de invierno en la que conocí a una hermosa joven llamada Macy y que fue seguida de la extraordinaria cadena de acontecimientos a la que dio lugar ese encuentro.
Claro que esa teoría llevada al extremo significaría que aquella noche Dios saboteó mi coche porque, si la correa de distribución de mi automóvil no se hubiera roto en aquel preciso momento, esta historia no hubiese ocurrido. Pero ocurrió, y mi vida cambió para siempre. Quizá mi madre tuviera razón. Si Dios puede alinear los planetas, tal vez pueda hacer lo mismo con nuestras vidas.
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Mi historia empezó en una época en la que estaba peligrosamente cerca de terminar con todo: una noche invernal del mes de noviembre, once días después de que mi madre muriera. Falleció en un accidente de automóvil. Otras tres personas iban con ella en el coche y todas salieron de él ilesas, menos mi madre. Yo estaba muy unido a ella y el día que me enteré de su muerte fue el peor de mi vida.
Ya antes de su fallecimiento mi vida era un desastre. Nueve meses antes me había marchado de mi casa en Huntsville, Alabama, y había venido a Salt Lake City para asistir a la Universidad de Utah con una beca para estudiar ingeniería. Nunca había estado en el oeste y lo único que sabía de Utah (aparte de que allí se encontraba la única facultad de otro estado dispuesta a concederme una beca) era que estaba muy lejos de Huntsville, con unas cuantas cadenas montañosas de por medio. Esto me venía bien porque quería poner tantos kilómetros de distancia como me fuera posible entre mi padre y yo.
Lo cierto es que nunca llamé «padre» a Stuart Smart. Para mí siempre había sido «Stu» y consideraba que su nombre completo era un oxímoron. Era un mecánico de automóviles con una educación de octavo curso, con grasa bajo las uñas y que despreciaba todo aquello que no entendía (entre lo que se incluía la gramática inglesa y yo).
Su sueño para mí era que algún día me hiciera cargo del negocio familiar —Smart Auto Repair— y todos los sábados desde que cumplí los diez años me arrastraba hasta el taller y me ponía a trabajar. Mientras mis amigos pasaban el rato en el restaurante de comida rápida Tastee-Freez o cazando saltamontes con pistolas de aire comprimido, yo pasé mi niñez cambiando neumáticos y filtros de aire.
No había nada que no odiara del taller, desde el aburrimiento de observar a Stu diseccionando una transmisión hasta los sándwiches de salchicha ahumada con mostaza dentro de un pan manchado de aceite de motor. Pero lo que menos me gustaba era estar con Stu. No era una persona dada a la conversación intrascendente, de manera que los largos días transcurrían en silencio en su mayor parte, salvo por algún que otro zumbido de una herramienta y por el sonsonete constante de una emisora de música. Yo no era muy bueno como mecánico y Stu siempre parecía estar molesto por mi ineptitud. Todas las semanas le rogaba a mi madre que no me hiciera ir, y un sábado, más o menos cuando cumplí los catorce, Stu por fin dejó de insistir y no me llevó con él.
Si el amor no es ciego, como mínimo es muy corto de vista.
Diario de Mark Smart
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