A Cielo Abierto del periodista y escritor Antonio Iturbe ha ganado el Premio Biblioteca Breve 2017, una obra en la que recrea la figura del escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito y los primeros años de la aviación civil francesa.
A Cielo Abierto se adentra en los años veinte y los pioneros de la aviación francesa a través de la relación entre tres amigos, Jean Mermoz, Henri Guillaumet y Antoine de Saint-Exupéry, un aristócrata venido a menos, aventurero y soñador. Tres heroicos aviadores que abrirán las primeras líneas de reparto de correo en rutas inexploradas. Ninguna distancia es demasiado extensa para ellos, ninguna montaña demasiado alta: las cartas deben llegar a su destino.
Las peripecias de los tres aviadores llevan al lector por Palmira (Siria), Dakar (Senegal) y Cabo Juby (Marruecos), Buenos Aires, Río de Janeiro, Barcelona, Casablanca (Marruecos), Nueva York, Túnez o Cerdeña. Mientras se descubren nuevas rutas aéreas, el lector asiste al surgimiento del escritor Saint-Exupéry, al origen de sus libros, en especial a la gestación de El Principito, a un retrato de su autor, el personaje de Tonio, alguien sin interés por el éxito que en su interior guarda el recuerdo de la historia de amor imposible con Louise de Vilmorin. Iturbe se ocupa también de su relación de entonces con Consuelo Suncín, que lo desconcierta, así como de los graves conflictos políticos de la época, que lo atormentan hasta el punto de que decidirá arriesgar su vida y luchar contra la amenaza nazi.
Antonio Iturbe ha escrito una novela apasionante gracias al cuidado equilibrio entre la acción trepidante y la sutil emotividad proyectada por la mirada de Saint-Exupéry sobre el mundo, a la perfecta caracterización de los personajes y a la ambientación tanto de los salones parisinos y los círculos literarios neoyorquinos como del universo que rodeó a aquellos legendarios aviadores. Una celebración de la esencia de la literatura en un relato de amistad, de sueños imposibles, de amor y pasión, del placer de volar y descubrir, desde el cielo, un planeta hermoso cargado de misterios.
Así comienza esta novela:
CAPÍTULO 1
Aeródromo de Le Bourget (París), 1922
Tira de la palanca doble hacia su pecho y el Caudron C.59 se eleva en busca de un rebaño de nubes sobre París. El biplano vibra. El motor Hispano-Suiza resopla. Planea un poco entre la niebla blanca y después tira de la brida metálica y obliga al avión a escalar una montaña de aire hasta hacer la vertical sobre el cielo. El temblor del fuselaje se transmite a sus manos y de ahí a su cuerpo entero. El alférez Saint-Exupéry, embriagado por el vértigo, sonríe con esa satisfacción infinita de los locos, la de los niños cuando están absortos en sus juegos: sin noción del riesgo ni del tiempo, sumergidos en un mundo que sólo les pertenece a ellos porque lo han construido a su medida.
En tierra, el Caudron C.59 es tan sólo una voluminosa pieza de madera de setecientos kilos repleta de tornillería, remaches y soldaduras. Al rodar arrastrando el pesado armazón sobre sus rueditas de bicicleta, resulta de una fragilidad patética: un grandullón de pecho abombado que al echar a correr por la pista traquetea inseguro en sus patas de alambre. Un simple guijarro en su trayectoria lo desequilibraría haciéndolo capotar estrepitosamente. Pero cuando llega al final, sucede el milagro: el pesado armario rodante se despega del suelo, se aúpa sobre la línea del horizonte, se eleva y, de repente, se torna ligero, diestro, incluso grácil en su vuelo de pájaro. Ha burlado a su destino de cachalote varado en un hangar.
Tonio se siente un poco como el propio avión. Su corpachón lo hace moverse habitualmente de manera torpe, incluso desgarbada, y su cabeza soñadora, nada dotada para solventar los asuntos más triviales de la vida práctica, lo convierte en tierra firme en un pingüino desorientado que se bambolea, que bracea inútilmente, que no encuentra el mar. Pero allá arriba es otro.
Se hace liviano.
Gira la palanca hacia la izquierda y el avión se escora bruscamente hacia el ala contraria. Sonríe. Ha logrado el sueño de cualquier niño: hacer que los juguetes sean verdaderos y que la verdad sea juego.
Dibuja una trenza en el aire. Le encanta sentir ese estremecimiento vertiginoso y, sobre todo, la sensación de elevarse por encima de la mediocridad. La suya y la del mundo que lo rodea. Notar que deja allá abajo la ramplonería del cuartel y a esos oficiales que gritan hasta que se les inflaman las venas del cuello. Gritar forma parte de la hombría militar.
Unos días atrás, al atravesar el patio de armas, vio a un sargento impartir instrucción a unos reclutas recién llegados: les pedía que a su requerimiento le respondieran inmediatamente: «¡A la orden, mi sargento!». El suboficial señaló a un recluta; en realidad, era casi un niño. «¡Tú!» El muchacho, amedrentado, le contestó un tímido: «A la orden, mi sargento », y el superior, rojo de ira, lo agarró violentamente de la pechera de la guerrera y lo zarandeó mientras le chillaba en la cara: «¿Tú qué clase de hombre eres? ¡Grita más alto! ¡Contesta como un soldado!».
Se alejó, perplejo: lo primero que se pide a unos muchachos para que sean buenos soldados no es que muestren sagacidad, mesura o sentido de la estrategia, sino que griten lo más desaforadamente posible. El que más chille recibirá la felicitación del sargento. Y siempre deben responder: «¡A la orden! ». Para ser buen soldado, buen patriota, buen ciudadano, buen empleado… hay una consigna infalible: decir siempre «¡a la orden!». No plantearse nada, no preguntarse por qué.
A él le desagradan los gritos. Cuando alguien inocente te mira y tú le gritas, estás talando un árbol que nace. Él sólo eleva la voz alguna noche alegre en la que toma demasiado borgoña o pastís y se arranca a cantar canciones que empiezan risueñas y terminan melancólicas. Cuando se enfada, lo que hace es quedarse callado.
Qué estéril es decir
lo que ya sabe el silencio…
El avión cabecea sobre el aire y Tonio también cabecea para darle la razón a Mallarmé. Él mismo, a veces, garabatea versos.
Ha hecho ya mil piruetas, pero no es suficiente. Nunca es suficiente. La vida siempre le parece un traje demasiado estrecho. Mueve la palanca del combustible y el aparato pierde su impulso hasta detenerse. Un avión que se queda quieto en el aire se convierte en un pedazo de metal atraído imperiosamente por una fuerza de la gravedad violenta. El avión entra en pérdida. Cae en barrena. El picado escalofriante es seguido desde tierra por un pequeño grupo de observadores con un «¡Ohhh!» que quiere ser risueño pero es nervioso porque Tonio está lanzándose hacia el suelo a toda velocidad en uno de esos aviones tan poco fiables. Cuando faltan pocos metros para estrellarse, los espectadores notan que la risa se les congela en la boca. Entonces, Tonio tira del comando bruscamente y equilibra el Caudron C.59 en un vuelo rasante por encima de un campo de amapolas.
Esa tarde de domingo ha aprovechado la ausencia de la mayoría de los oficiales del 34.º Regimiento para montar su teatrillo aéreo. Su juego predilecto de infancia en aquel casón lleno de recovecos de Saint-Maurice-de-Rémens eran, precisamente, las obras de teatro que él ideaba e interpretaba para sus hermanos: era a la vez el dramaturgo que escribía el libreto y el actor siempre excesivo que lo representaba. Su familia nunca sabía decir si era un niño serio o un bufón, no eran capaces de asegurar cuál era el verdadero Tonio: el que se quedaba las tardes de lluvia ensimismado mirando en el cristal de la ventana las carreras de las gotas sobre el vidrio o el que ponía patas arriba el zaguán y aparecía inesperadamente disfrazado de bucanero o de explorador, declamando a gritos frases disparatadas para diversión de sus hermanas y sus primos.
Él mismo se lo pregunta. ¿Quién es uno mismo? ¿El ser social con cascabeles cosidos a la ropa que uno agita cuando se relaciona con los demás o el ser silencioso, enroscado hacia adentro, en que nos convertimos cuando nos quedamos solos?
Una excesiva vibración del ala lo saca de su ensimismamiento. No debería distraerse mientras pilota, pero en el aire los pensamientos se liberan. Vuelve la cabeza temerariamente durante un par de segundos para tratar de atisbar al grupo de amigos que observa sus acrobacias. Son alfileres clavados en la tierra.
Le encanta divertirlos. Ahí están Charles Sallès, Bertrand de Saussine y Olivier de Vilmorin… Pero, en realidad, cuando encabrita al avión y acomete sus más alocadas piruetas, lo hace para una sola persona, presente en su pensamiento a todas horas.
Rememora la primera vez que su primo lo llevó de visita a la suntuosa casa de la calle de la Chaisse, donde madame De Vilmorin tenía ya entonces uno de los salones intelectuales más elegantes de París. Un mayordomo con rostro de cera los hizo pasar a una sala de sofás capitonés y librerías de nogal, mientras esperaban a que los dos hermanos Vilmorin terminasen de arreglarse para ir juntos a una heladería de los Champs-Élysées. Entonces escuchó la música. Era un violín tocado con una lentitud morosa, el arco pasando por la cuerda muy poco a poco, sin que la nota se apagase del todo. Era una composición que él había tocado con su madre al piano y sus hermanas al violín en la vieja casona de Saint-Mauricede-Rémens, aunque la recordaba más alegre y desenfadada. Interpretada con esa nostalgia, más que una melodía, parecía el eco de una melodía. Las notas estaban tan deshilachadas que se quedaban prendidas en el aire. La música saturaba el ambiente, suspendía el tiempo real e imponía otro mucho más acuoso. Si volar nos convierte en pájaros, escuchar música nos transforma en peces, nos sumerge en el fondo del mar.[…]
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