Este 7 de febrero tendremos en las librerías Media Vida, la nueva novela de Care Santos, que cuenta con el PREMIO NADAL 2017.
La novela nos cuenta la historia de cinco amigas a lo largo de treinta años. Cinco chicas adolescentes, que en pleno verano del año 1950 se encuentran internas en un colegio de monjas jugando juntas por última vez a «Acción o Verdad» o, como ellas lo llaman, el juego de las prendas. Dos de ellas, las gemelas Viñó, están a punto de empezar una nueva vida, llena de interrogantes, lejos de allí. La ocasión es especial y lo saben, pero ninguna espera que esa noche se convierta en un punto de inflexión para alguien más y que sin siquiera imaginarlo acabe marcando su camino para siempre.
A través de las sus vidas, Care Santos retrata a una generación de mujeres que tuvieron que construir sus destinos en un momento en que la hipocresía de aquellos que querían mantener las formas a cualquier precio se enfrentó a nuevas miradas sobre la amistad, el amor y la libertad.
Care Santos es una escritora catalana que escribe tanto en castellano como en catalán. Nació en Mataró (Barcelona) en 1970. Empezó a escribir a los 8 años, a los 14 ganó su primer concurso literario y a los 25 publicó su primer libro, una colección de relatos. Desde entonces, ha publicado diez novelas, seis libros de cuentos, dos libros de poesía y un gran número de novelas para jóvenes y niños. Su obra ha sido traducida a 22 idiomas, incluyendo el inglés, alemán, italiano, francés, rumano, polaco, sueco, noruego, holandés, coreano, persa y chino. Entre sus títulos destacan La muerte de Venus (finalista del Premio Primavera de Novela 2007), Habitaciones cerradas (Planeta, 2011), que fue convertida en una mini-serie de televisión y estrenada en TVE en 2014; Deseo de chocolate (Premio Ramon Llull 2014); Diamante azul (Destino, 2015) y ahora Media Vida (Premio Nadal 2017).
Así comienza esta novela:
El juego de las prendas
– ¡Entra de una vez o empezaremos sin ti!
Julia se introdujo casi reptando en la tienda hecha con sábanas que sus cuatro compañeras habían levantado entre las camas del dormitorio compartido. La llama de la vela central tembló, como saludándola. Buscó dónde sentarse, y Lolita, que siempre estaba atenta a todo, le hizo un hueco a su lado. Julia acomodó los faldones de su camisón, que en realidad era una vieja y raída combinación de percal de color crudo. Dejó caer la mano como por descuido sobre el agujero que había descubierto a un palmo del dobladillo. Le daba vergüenza: aquella prenda era lo único que tenía para dormir. Sus compañeras, en cambio, llevaban camisones bonitos, de tejidos finos, estampados o de colores, adornados con entredoses y citas. Ropa de niñas ricas. Lo que ella no era. Trató de apaciguar su respiración mientras las demás la miraban, esperando.
– ¡Siempre nos haces lo mismo, tardona! – susurró Olga, enfadada-. ¡Es la última vez que te esperamos para comenzar!
Cada vez que Olga regañaba a alguien, ni que fuera en susurros, su papada temblaba como la gelatina. Aunque a todas les daba risa, no rieron. Estaban imbuidas de aquella solemnidad teatral que exigía el juego. Julia miraba a las demás con el rabillo del ojo. También tenía ganas de reír y tampoco rio.
La papada de Olga volvió a temblar.
– ¿Y bien, Julia? ¿Piensas saludar? ¿O ha entrado un perrito?
Aquella frase la había aprendido Olga de las monjas, que en algunas cosas eran para ella una estupenda inspiración.
– Buens noches- dijo Julia.
Olga endureció mas aún su tono para preguntar:
– ¿Ya estás lista o tenemos que esperar a que crezca la luna?
– ¡No, no! Ya estoy lista.
Olga espetó:
– Luego pensaré si tu retraso merece o no un castigo.
En su defensa saltó Lolita, como siempre. Lolita era la amiga universal, el paño de lágrimas, la confidente, el consuelo generoso de palabras dulces que todas buscaban cuando estaban tristes o tenían problemas. Aunque habló en murmullos, con miedo a ser descubierta, dijo con firmeza:
– Ella no tiene la culpa, Gordi. Seguro que la hermana Antonina no la dejaba marcharse, ¿verdad?
– ¡No me llames Gordi!- protestó Olga, y en su etrecejo surgió una arruga rolliza.
– Perdona- balbuceó Lolita.
– Es verdad, la culpa es de la hermana Antonina- se defendió Julia, con timidez, porque ni se atrevía ni le daba la gana contar todo lo que había hecho desde que ellas, señoritas de pago, terminaron de cenar, se levantaron de la mesa y salieron del comedor. Era sábado, tocaba limpieza a fondo de las mesas y las sillas. Primero recoger los cacharros, fregarlos y secarlos uno a uno. Luego lavar con agua y mucho jabón cada uno de los asientos y los respaldos donde las demás se dejaban caer a diario y abrillantarlo todo con un paño seco hasta dejarlo reluciente. Recoger con una bayeta el agua del suelo, de rodillas, observando las uñas asquerosas que sobresalían de las sandalias y a la vez del hábito de sor Antonina, esperando a que le dijera que lo había hecho bien y que podía marcharse. Su vida era siempre igual. En invierno servía a las niñas de pago. en verano también servía a las monjas. Limpiaba como una autómata. Acataba órdenes, no se hacía preguntas. Sabía que debía ser así y aún estaba agradecida de que la dejaran estudiar, que era lo que más deseaba en el mundo.
– Está muy feo culpar a las monjas de nada- dijo Olga-, y más tú.
Julia agachó la cabeza, fingiendo una vergüenza que no sentía.
– Déjala ya, Gor… Digo, Olga- intervino de nuevo Lolita-. Venga, empecemos.
Marta y Nina se impacientaban. Se sentaban tres frente a dos. Nina Borrás, Lolita Puncel y Julia Salas a un lado. Las gemelas Viñó – Olga y Marta- al otro. Las gemelas eran iguales en todo […]
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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