- ISBN: 978-8420419688
El pasado 19 de octubre hace apenas 10 días salió publicada la última novela de Arturo Pérez-Reverte Falcó protagonizada por su personaje más fascinante desde el capitán Alatriste.
Esta es la historia y la aventura de Lorenzo Falcó, agente del SNIO (Servicio Nacional de Información y Operaciones). Su misión era la de infiltración, sabotajes y asesinatos de elementos enemigos, tanto en zona republicana como en el extranjero. Todo ello dentro de un equipo de élite que era conocido por los servicios secretos locales como Grupo de Asuntos Sucios.
A la vuelta de una misión en el extranjero, su jefe le está esperando para una misión muy especial. Se trata nada más y nada menos de liberar de su prisión alicantina a Jose Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange.
«El mundo de Falcó era otro, y allí los bandos estaban perfectamente definidos: de una parte él, y de la otra todos los demás.»
La Europa turbulenta de los años treinta y cuarenta del siglo XX es el escenario de las andanzas de Lorenzo Falcó, ex contrabandista de armas, espía sin escrúpulos, agente de los servicios de inteligencia. Durante el otoño de 1936, mientras la frontera entre amigos y enemigos se reduce a una línea imprecisa y peligrosa, Falcó recibe el encargo de infiltrarse en una difícil misión que podría cambiar el curso de la historia de España. Un hombre y dos mujeres -los hermanos Montero y Eva Rengel- serán sus compañeros de aventura y tal vez sus víctimas, en un tiempo en el que la vida se escribe a golpe de traiciones y nada es lo que parece.
Arturo Pérez-Reverte entrelaza magistralmente realidad y ficción en esta historia protagonizada por un nuevo y fascinante personaje, comparable a los más destacados espías y aventureros de la literatura.Violencia, tramas de poder, suspense, lealtad y pasión conforman esta extraordinaria novela de lectura adictiva.
La crítica ha dicho…
«Arturo Pérez-Reverte sabe cómo retener al lector a cada vuelta de página.»
The New York Times Book Review«Arturo Pérez-Reverte consigue mantener sin aliento al lector.»
Corriere della Sera«Los lectores no serán capaces de volver la página lo suficientemente rápido.»
Publishers Weekly«Hay un escritor español que se parece al mejor Spielberg más Umberto Eco. Se llama Arturo-Pérez-Reverte.»
La Repubblica«Su sabiduría narrativa, tan bien construida siempre, tan exhaustivamente detallada, documentada y estructurada, hasta el punto de que, frente a todo ello, la historia real resulta más endeble y a veces hasta tópica.»
Rafael Conte«Arturo Pérez-Reverte nos hace disfrutar de un juego inteligente entre historia y ficción.»
The Times
Fragmento de la novela:
—Hay un nuevo asunto —dijo el Almirante.
A su espalda, al otro lado de la ventana, se alzaba la cúpula de la catedral de Salamanca más allá de las ramas, todavía desnudas, de los árboles de la plaza. Moviéndose en el contraluz, el jefe del SNIO —Servicio Nacional de Información y Operaciones— fue hasta el gran mapa de la península que ocupaba media pared, junto a unos estantes con la enciclopedia Espasa y un retrato del Caudillo.
—Un turbio y puñetero nuevo asunto —repitió.
Dicho eso, extrajo un arrugado pañuelo del bolsillo de su chaqueta de lana — nunca vestía de uniforme en su despacho—, se sonó ruidosamente y miró a Lorenzo Falcó como si éste fuera culpable de su resfriado. Después, mientras se guardaba el pañuelo, dirigió un vistazo rápido a la parte inferior derecha del mapa antes de señalarla con ademán vago.
—Alicante —dijo.
—Zona roja —comentó innecesariamente Falcó, y el otro lo miró primero con atención y luego con desa grado.
—Pues claro que es zona roja —respondió, agrio.
Había advertido la insolencia. Falcó llevaba sólo un día en Salamanca, tras un incómodo viaje por el sur de Francia hasta pasar la frontera por Irún. Y antes de eso había llevado a cabo una misión difícil en Barcelona, que estaba en zona republicana. Desde la rebelión militar no había tenido un día de reposo.
—Ya descansarás cuando estés muerto.
Rió un poco el Almirante, oscuro y como para sí mismo, de su propia broma. Y es que a menudo, pensó Falcó, el humor de su jefe rondaba lo siniestro; y más desde que su único hijo, un joven alférez de navío, había sido asesinado a bordo del crucero Libertad con los otros oficiales, el 3 de agosto. Ese talante ácido y un punto macabro era su marca de la casa, incluso cuando mandaba a un agente del Grupo Lucero — operaciones especiales— a hacerse despellejar vivo en una checa, tras las líneas enemigas. Así tu viuda sabrá por fin dónde duermes, era capaz de decir, y otras bromas semejantes, que maldita la gracia tenían. Pero a esas alturas, con cuatro meses de guerra civil y una docena de agentes perdidos un poco por aquí y un poco por allá, aquel tono bronco y cínico se había convertido en estilo propio del servicio. Hasta las secretarias, los radioescuchas y los encriptadores lo imitaban. Además, le iba como unguante al jefe: gallego de Betanzos, flaco, menudo, con espeso pelo gris y un mostacho amarillento de nicotina que le cubría por completo el labio superior, el Almirante tenía la nariz grande, las cejas hirsutas y un ojo derecho —el izquierdo era de cristal— muy negro, severo y vivo, de extrema inteligencia, donde las palabras rojo enemigo suscitaban siempre un tranquilo rencor. Descrito en corto, el responsable del núcleo duro del espionaje franquista era pequeño, listo, malhumorado y temible. En el cuartel general de Salamanca lo apodaban el Jabalí. Pero nunca en su cara.
—¿Puedo fumar? —preguntó Falcó.
—No, carallo. No puedes fumar —miró melancólico un tarro de tabaco de pipa que había sobre la mesa—. Tengo un gripazo enorme.
Aunque su jefe estaba de pie, Falcó seguía sentado. Eran viejos conocidos desde los tiempos en que el Almirante, entonces capitán de navío y agregado naval en Estambul, había organizado los servicios de información para la República en el Mediterráneo Oriental, poniéndolos luego a disposición del bando franquista al estallar la contienda civil. Los dos se habían encontrado por primera vez en Estambul, mucho antes de la guerra; en torno a un asunto de tráfico de armas destinadas al IRA irlandés, del que en ese momento Falcó actuaba como intermediario.
—Encontré algo para usted —dijo Falcó.
Mientras lo decía, sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo puso en la mesa, cerca del Almirante. Éste lo observaba, inquisitivo. El ojo de cristal era de un color ligeramente más claro que el auténtico, y eso daba a su mirada un extraño estrabismo bicolor que solía inquietar a sus interlocutores. Tras un instante, abrió el sobre y extrajo de él un sello de correos.
—No sé si tiene ése —dijo Falcó—. Año mil ochocientos cincuenta.
El Almirante le daba vueltas entre los dedos, mirándolo al trasluz en la ventana. Al cabo fue hasta un cajón del escritorio lleno de pipas y latas de tabaco, sacó una lupa y estudió el sello con detenimiento.
—Negro sobre azul —confirmó, complacido—. Y sin matasellos. El número uno de Hannover.
—Eso me dijo el filatélico.
—¿Dónde lo compraste?
—En Hendaya, antes de pasar la frontera.
—Por lo menos vale cuatro mil francos en catálogo.
—Pagué cinco mil.
Fue el Almirante hasta un armario, sacó un álbum y metió el sello dentro.
—Añádelo a tu nota de gastos.
—Ya lo hice… ¿Qué pasa con Alicante?
El Almirante cerró despacio el armario. Después se tocó la nariz, miró el mapa y volvió a tocársela.
—Hay tiempo. Un par de días, por lo menos.
—¿Tendré que ir allí?
—Sí.
Era extraño cómo aquel monosílabo podía resumir tantas cosas, pensó irónico Falcó. Un cruce de zona, la familiar incertidumbre de saberse otra vez en territorio enemigo, el peligro y el miedo. Tal vez, también, la prisión, la tortura y la muerte: un amanecer gris frente a un paredón, o un tiro en la nuca en la lobreguez de un sótano. Un cadáver anónimo en una cuneta o una fosa común. Una paletada de cal viva, y en eso acabaría todo. Por un momento recordó a la mujer del tren, pocos días atrás, y con una mueca resignada, fatalista, advirtió que empezaba a olvidar su rostro.
—Aprovecha, mientras —aconsejó el Almirante—. Relájate.
—¿Cuándo me pondrá usted al corriente?
—Esta vez lo haremos por partes. La primera toca mañana, con la gente del SIIF.
Enarcó una ceja Falcó, contrariado. Aquéllas eran las siglas del Servicio de Información e Investigación de la Falange, la milicia paramilitar fascista. La gente más ideologizada y dura del llamado Movimiento Nacional que presidía el general Franco.
—¿Qué tiene que ver la Falange con esto?
—Algo tiene. Ya lo verás. Tenemos que reunirnos a las diez con Ángel Luis Poveda… Sí, no pongas esa cara. Con ese animal.
Falcó borró la mueca de su rostro. Poveda era el jefe del SIIF. Un camisa vieja de la línea dura, sevillano, que se había hecho una reputación en Andalucía durante los primeros días de la sublevación, fusilando a sindicalistas y maestros de escuela bajo las órdenes del general Queipo de Llano.
—Creí que siempre operábamos solos. Por nuestra cuenta.
—Pues ya ves que no. Son órdenes directas del Generalísimo… Esta vez vamos coordinados con los falangistas, y eso no es todo: también mojan los alemanes, y ruego a Dios que no intervengan los italianos. Hace un rato he estado con Schröter, tratando el asunto.
Falcó iba de sorpresa en sorpresa. No conocía personalmente a Hans Schröter — rebautizado Juanito Escroto por la eterna guasa española—, pero sabía que era el jefe del servicio de inteligencia nazi en la España nacional, y que tenía línea directa con el almirante Canaris, en Berlín. Todo el cuartel general franquista en Salamanca era un hormigueo de agentes y servicios nacionales y extranjeros: paralelo a los alemanes del Abwehr operaba el Servizio Informazioni Militare italiano, además de los múltiples organismos de espías y contraespías españoles que se hacían la competencia y a menudo se entorpecían unos a otros: los falangistas del SIIF, los militares del SIM, el servicio de inteligencia de la Armada, la red de espionaje civil conocida como SIFNE, el MAPEBA, la Dirección de Policía y Seguridad y otros servicios menores. En cuanto al SNIO, dirigido por el Almirante, dependía del cuartel general, supervisado directamente por Nicolás Franco, hermano del Caudillo. El servicio estaba especializado en infiltración, sabotaje y asesinatos de elementos enemigos, tanto en zona republicana como en el extranjero. En él se encuadraba el llamado Grupo Lucero, al que pertenecía Lorenzo Falcó; un reducido equipo de élite, hombres y mujeres, que en jerga de los servicios secretos locales era conocido como Grupo de Asuntos Sucios.
Espero vuestros comentarios y opiniones.
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